lunes, 21 de mayo de 2018

San Francisco Coll



Nace en Vic (Gerona) en 1812. Fue el menor de once hermanos. Su padre muere cuando tenía cuatro años y su madre, mujer valiente y profundamente cristiana, saca adelante a sus hijos. A Francisco le repetía con frecuencia: "Hijo, ojalá explotes de amor de Dios".

De pequeño jugaba a ser sacerdote. Organizaba procesiones y reunía a los niños del pueblo para echarles un sermón encaramado a la fuente o algún árbol de los alrededores mientras los inquietos oyentes tocaban y comían las peras de los vecinos yendo después a quejarse a casa de Francisco, quien recibía humildemente la reprimenda de su madre.

Francisco tiene sólo diez años cuando deja su pueblo en la montaña, se despide de su madre y hermanos y se dirige a Vic para empezar sus estudios en el Seminario, donde recibirá clases de S. Antonio Mª Claret. El ambiente social y político de España en ese momento es conflictivo. La Guerra de Independencia dejó arrasado el país y el Trienio Constitucional y la implantación del nuevo régimen político traen consigo innumerables perturbaciones, represiones, muertes y asesinatos. El anticlericalismo creciente no aconseja como buena opción en la vida el sacerdocio.    


Su madre muere cuando Francisco apenas contaba con quince años.

En el seminario conoce religiosos dominicos y siente la llamada a ser él también uno de aquellos frailes; a los dieciocho años llama sus puertas en el convento de Santo Domingo de Vic donde no fue admitido a causa de su pobreza. En Vic no tienen recursos suficientes para admitirle sin dinero y le sugieren que vaya a Gerona. Es admitido allí en 1830. Durante su noviciado destaca por "hacer extraordinariamente bien lo ordinario". 


En 1835 tiene lugar la exclaustración en Cataluña: se cierran y confiscan todos los conventos y los frailes tienen que buscarse la vida. Esto ocurre cuando a Francisco le queda todavía un año para ordenarse sacerdote.

Durante treinta años Francisco Coll fue un predicador itinerante, misionero popular que recorrerá los pueblos de Cataluña evangelizando sin descanso. El obispo de Ugell exclamó en una ocasión: "Ojalá Dios nos dé muchos hombres apostólicos como el Padre Coll y nos volverá la paz que tanto necesitamos".

Practicó la vida apostólica en pobreza. La vida sencilla y austera que llevaba admiraba a cuantos le conocían. Muchas veces en sus misiones no tenía nada para comer, aceptando la ayuda de los fieles para su sustento, pero al finalizar la misión no se quedaba nada para sí, no aceptaba nunca dinero, y la comida que sobraba la repartía caritativamente entre los pobres. Andaba a pie, siempre usando el mismo manteo, en invierno o en verano, con nieve, lluvia o calor.

La devoción al misterio de Cristo en la Eucaristía le llevaba a convertir el misterio en centro de su labor evangelizadora; organizaba comuniones generales concurridísimas y clausuraba siempre la misión llevando procesionalmente el Santísimo Sacramento por las calles. También tenía un gran amor y devoción a la Virgen María. Fue ardiente propagador del Rosario, destacando los misterios dolorosos. Escribió dos obras pequeñas para ayudar a los files a rezar mejor el rosario: "La Hermosa Rosa" y "Escala del Cielo".


Tenía una fuerza extraordinaria el testimonio de su vida de oración, que intensificaba durante las misiones. La gente le veía rezar antes de la predicación, antes de entrar en el confesionario, antes y después de celebrar la Eucaristía y en los escasos tiempos que le quedaban libres.

Vivió con la mirada puesta en el Cielo y siempre tenía en su boca las palabras "Al Cielo, al Cielo, al Cielo".

Los largos años de actividad misionera le hicieron sentir a Francisco Coll la necesidad de una evangelización permanente. Vio con claridad que el trabajo misionero encendía la fe y la vida cristiana en el corazón de la gente; pero ¿qué sucedía después, cuando se alejaban de los pueblos? Sin atención pastoral, sin enseñanza religiosa, era normal que esas gentes sencillas que crecían sin educación cristiana y en la ignorancia, sobre todo en la mujer, eran causa de muchos males de la sociedad.


En su trato pastoral, el P. Coll conoció y dirigió a jóvenes deseosas de dedicarse al servicio de Dios y de sus prójimos. Francisco sabía bien que aquellas jóvenes pobres nunca tendrían oportunidad de entrar en buena parte de los conventos de entonces. Empezó a madurar dentro de sí la idea de reunir algunas de esas jóvenes, prepararlas para la educación y repartirlas por los pueblos para que, con su trabajo evangelizador, dieran continuidad a la labor misionera, educaran cristianamente a las niñas, y sembraran por las poblaciones grandes y pequeñas la semilla del Evangelio.


¿Principal dificultad? Su propia pobreza. El P. Coll no tenía absolutamente nada propio. Era de sobra conocido por todos sus contemporáneos su desprendimiento de riquezas y la práctica radical de su voto religioso de pobreza. Sin embargo, el P. Coll estaba firme en su propósito. Confiando plenamente en la ayuda de Dios, se presentó ante el Obispo de Vic con siete jóvenes, para iniciar en una casa de Vic próxima a la suya su formación religiosa y su instrucción, con el objetivo de que se dedicaran a la enseñanza de las niñas en los pueblos. El 15 de agosto de 1856 nació la Congregación de las Hermanas Dominicas de la Anunciata, en una casa prestada, con lo mínimo necesario, pero con mucha generosidad, audacia y total confianza en la ayuda de Dios.             


Inmediatamente se desató la tempestad. Voces de oposición y crítica asediaron al Obispo quien, ante las presiones, pidió al P. Coll que disolviera el grupo y enviara a las jóvenes a sus casas. Pero el P. Coll estaba más preocupado por el bien de las personas que por su propia reputación, y respondió al Obispo: "Y de las almas, señor obispo, ¿qué haremos de sus almas?" Este argumento tan evangélico desarmó al señor Obispo y le permitió seguir.

Las hermanas profesaron como religiosas terciarias dominicas y empezaron a presentarse a los concursos públicos para maestras. Hicieron oposiciones, sacaron títulos y regentaron escuelas en los pueblos y ciudades. Se extendieron por toda la geografía catalana, convirtiéndose en maestras y catequistas de la niñez y juventud femenina.

La revolución de 1868 y la Constitución de 1869 supusieron una dura prueba para las Congregaciones dedicadas a la enseñanza, pues obligaron a todos los maestros a jurar la nueva Constitución liberal. Los obispos habían indicado a los fieles que no se jurara la Constitución, y así muchos maestros y maestras cristianos perdieron las plazas públicas. La suerte de las hermanas fue diversa. Ninguna juró, pero en algunos pueblos, en vez de echarlas, los vecinos se las arreglaron para que ellas siguieran enseñando sin hacerlas jurar. En la mayoría de los casos perdieron las escuelas. Pero ellas sin desanimarse siguieron adelante.

Pobre, obediente y casto, vivió con plena conciencia durante toda su vida el compromiso religioso asumido, y era frecuente oírle decir como explicación de sus negativas: "Porque soy religioso".

El P. Coll falleció el 2 de abril de 1875 a causa de sucesivos ataques apopléjicos, a los 62 años. Está enterrado en Vic, en la Casa Madre de las Dominicas de la Anunciata. Fue beatificado en 1979 por S. Juan Pablo II y canonizado en 2009 por Benedicto XVI. Su fiesta se celebra el 19 de mayo.

Frases suyas son:

“El Rosario es mi libro y mi todo”

“Qué dicha ser elegidos para ayudar a Dios”

“Para enseñar la caridad hay que practicarla”

“Un fuego produce otro fuego, una luz otra luz”

“Sin la oración no hay fuerza”

No hay comentarios:

Publicar un comentario