PATERNIDAD RESPONSABLE (segunda parte)
Por Alfonso González, médico de familia
Como base de la paternidad responsable los fundamentos anteriormente expuestos, la Iglesia nos enseña dos modos de vivir la paternidad responsable: tener una familia numerosa o, por graves motivos, recurrir a la continencia temporal o periódica, para espaciar los posibles nacimientos. Pero en ambos casos, la intención debe ser siempre la misma: no oponerse, sino cumplir el designio de Dios sobre la propia familia, en el respeto del orden natural establecido por Dios.
San Juan Pablo II no dudó en presentar la generosidad en recibir a los hijos y el florecer de las vocaciones como dos signos de una acertada pastoral familiar: “Donde se hace una eficaz e iluminada pastoral familiar, del mismo modo que resulta normal que se acoja la vida como un don de Dios, es más fácil que resuene la voz de Dios, y que esta sea oída con generosidad”. Se trata de la confianza en la Providencia que no abandona jamás a quien confía en Él.
Pero junto con la generosidad en recibir a los hijos, nos encontramos con la responsabilidad hacia esa nueva persona que puede ser concebida, y que por razones justas y graves conviene espaciar su nacimiento.
Puede surgir en el mundo hedonista en el que nos encontramos intentar negar la diferencia entre la anticoncepción y el recurso a los periodos infecundos.
En la contracepción los cónyuges se atribuyen el derecho indiscriminado de ser árbitros de la vida, mientras que en la continencia periódica se renuncia con muto, libre y responsable acuerdo por causas justas al uso del matrimonio en periodos fecundos. Hay por lo tanto, una profunda diferencia entre anticoncepción y continencia periódica, tanto en la intención del los cónyuges como en la forma de llevar a cabo el espaciamiento de los nacimientos. Si la anticoncepción no respeta ni a Dios ni las condiciones del amor conyugal, el recurso a los periodos infecundos respeta la primacía de Dios, puesto que se recurre a un periodo infecundo por causas graves, en el respeto del orden moral establecido por Dios en la naturaleza, así como el respeto de la verdad del amor conyugal. El recurso a los periodos infecundo se encuadra en la educación de la castidad, que es algo que nada puede sustituir.
Otro tema que nos parece fundamental, que apunta la encíclica es el tema de la castidad conyugal. Hablar de paternidad responsable implica el domino de las pasiones, que han de ser ejercidas por la razón y la voluntad.
Es imposible la castidad conyugal sin un amor conyugal. En el fondo es la caridad conyugal la que genera la castidad conyugal. La caridad conyugal es la capacidad dada a los esposos de amarse, de amarse en la verdad, de querer el bien el uno del otro en cuanto es bien del otro. Cuando destruimos esta caridad conyugal no veo al otro cónyuge como persona al que uno se dona, se da, sino que veo al otro como objeto de placer. En este marco de egoísmo se destruye la verdad del amor conyugal.
Y esto nos lleva a la conclusión más sencilla y a la vez más confortadora, la gracia del Señor y la búsqueda de su voluntad se encuentran en el fundamento de todo verdadero amor conyugal.
Y esta última idea manifestada nos lleva a desterrar el gravísimo error, ampliamente difundido, de pensar que la norma que la Iglesia enseña es en sí misma un “ideal”, que debe ser adaptado, proporcionalmente, gradualmente, a las, así se dice, concretas posibilidades del hombre. ¿Pero de qué hombre se habla? ¿Del hombre dominado por la concupiscencia o del hombre redimido por Cristo? Cristo nos ha redimido. Esto significa que Él nos ha dado la posibilidad de realizar la entera verdad de nuestro ser. Hablando claro, en la docilidad y colaboración a la gracia de Dios se encuentra, no sólo la Bienaventuranza Eterna, sino mientras peregrinamos en esta vida la consecución, no sin dificultades, de una vida llena de plenitud humana y gozosamente dichosa.
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