El Arzobispo Manrique quiso oírle y le mandó predicar en la Iglesia del Salvador el día de Santa María Magdalena, asistiendo él junto a lo más representativo de la ciudad. Juan contó después a uno de sus discípulos que se había sentido muy apurado antes de subir al púlpito, y con gran vergüenza, al verse así, levantó los ojos a un crucifijo que allí estaba, diciendo estas palabras: “Señor mío, por aquella vergüenza que vos padecisteis cuando os desnudaros para poneros en la Cruz, os suplico que me quitéis esta demasiada vergüenza y me deis vuestra palabra, para que en este sermón gane alguna alma para vuestra gloria”. Esto es lo que le interesa a Juan de Ávila: llevar las personas a Jesucristo. Y así le fue concedido. Los que le escucharon quedaron maravillados, viendo el espíritu y fervor con que predicó. Al terminar le felicitan en la sacristía, a lo que él contesta con toda sencillez: “Perdonen vuestras mercedes si no tomo en consideración los honores que me hacen, pero es el caso que eso mismo me decía el diablo al bajar del púlpito”. Sabe descubrir como la tentación de la vanagloria fácilmente nos acecha ante los éxitos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario