jueves, 10 de marzo de 2016

Nº 5 Enemigos del alma: La carne


Nº 5 por Ignacio Latorre, diácono.

LA CARNE

Y en tercer lugar, tenemos como último enemigo de nuestra vida de la gracia a la carne. «Sólo el espíritu da vida, la carne no sirve para nada» (Jn 6, 63). ¿Y a qué nos referimos por carne? Es todo lo relativo a nuestra sensibilidad, es decir, todo lo que de alguna manera cae bajo el alcance de nuestros sentidos, ya sean éstos externos (gusto, oído, olfato, tacto y vista) como internos (imaginación y memoria). ¿Son los sentidos entonces perversos? De nuevo la respuesta es la ignaciana: son buenos en tanto en cuanto nos acerquen al bien. Pero en el estado actual de nuestra naturaleza, con el desorden del pecado, toda nuestra sensibilidad está desordenada y necesita de la purificación de la gracia.

Nuestra lucha debe comenzar, en primer lugar, por evitar los pecados de la carne muy relacionados con los pecados capitales de la gula, la pereza y la lujuria. El cristiano debe usar de la templanza para combatir los movimientos desordenados de los instintos, no dejarse llevar por miradas impuras, no comer más allá de las necesidades y vencer la desidia y la desgana a la hora de realizar las tareas y obligaciones debidas.

En esta lucha es necesaria la renuncia y el sacrificio, lo que en la tradición cristiana se ha llamado la ascesis. Y esta renuncia lo es incluso de cosas buenas, no solo evitando el pecado sino prescindiendo de cosas buenas, es decir, para llegar al desapego afectivo tenemos que pasar muchas veces por el desapego efectivo. O sea, para vencer la gula, deberé ayunar o comer de menos, para vencer la pereza, por ejemplo, además de evitar el pecado propiamente, habrá que hacer muchos actos de renuncia, ejercitando la diligencia, tal como subir por las escaleras en lugar de usar el ascensor, aguardar unos minutos antes de sentarse al llegar a casa, madrugar algo más de lo habitual etc. siempre de forma prudente y discreta. Todo esto se ve claro desde el punto de vista humano: cuando una persona quiere dejar de fumar o de beber es prácticamente imposible pasar del consumo desordenado a la moderación si no es pasando por la abstinencia. 

Esto está muy relacionado con la mortificación de los sentidos, en especial de la vista, pero también de los demás sentidos. El control y dominio de sí, de las miradas, a ejemplo de los santos, renunciando incluso a veces a ver hermosos paisajes y cosas buenas y sanas para ejercer este control, la templanza en el hablar y escuchar, evitar el cotilleo y chismorreo oyendo cosas que no nos convienen, y como decíamos, incluso de cosas buenas pero no necesarias… estas pequeñas renuncias van forjando nuestra voluntad y purificando nuestros sentidos, de manera que al final, el hombre hace lo que quiere y quiere lo que hace, siempre con la razón iluminada por la fe. Sin esta lucha y renuncia ocurrirá como dice el refrán: el que hace todo lo que puede acaba haciendo lo que no se puede.

Esta purificación, llamada de los sentidos por s. Juan de la Cruz, es totalmente necesaria para el camino a la santidad y requiere mucho esfuerzo, pero una vez se alcanza da una felicidad y liberación muy grandes. Esta renuncia, en el fondo y al final no lo es, porque nos libera de muchas cosas innecesarias, nos libera de nuestros antojos, de nuestros caprichos e intereses egoístas. Y esta renuncia debe hacerse con la fuerza del amor. Negamos todo lo negativo de nuestra naturaleza, renunciando y muriendo al pecado que habita en nosotros, por amor a Dios y al prójimo, lo que a su vez nos permitirá una entrega más sincera y desinteresada y una mayor felicidad.

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