Nº 3 por Ignacio Latorre, diácono.
EL MUNDO
La tradición nos presenta a 3 enemigos principales de nuestra alma, dentro de los cuales podemos abarcar a todos los demás, que son el demonio, el mundo y la carne. En esta entrada hablaremos del mundo, el enemigo más “externo” a nosotros.
Lo primero que cabe aclarar es a qué nos referimos cuando decimos que el mundo es un enemigo para nuestra salvación. El mundo al que se refiere la Escritura, «en este sentido peyorativo, significa la parte de Humanidad que rechaza la luz de Cristo, que vive en el pecado, y que concibe la vida presente con criterios contrarios a la ley de Dios, a la fe, al Evangelio» (alocución de Pablo VI), a este mundo se refiere Santiago 4, 4: “¿no sabéis que la amistad con el mundo es enemistad con Dios? Cualquiera, pues, que desee ser amigo del mundo se constituye en enemigo de Dios.”
El mundo en este sentido negativo se trataría de ese ambiente que nos lleva al pecado, que incita nuestra debilidad y que la acoge intentándola convertir en algo natural y por ello bueno. Es ese enemigo que pretende hacernos olvidar esa herida que tenemos en nuestro corazón de la que hablamos en las entradas anteriores. Es indudable lo fácil que nos dejamos llevar por lo que hacen los demás. Qué peligroso se convierte esto cuando estas actuaciones van en contra de Dios y de su amor. Más aún, muchísimo más peligroso es cuando estas actuaciones parecen (aparentemente) no ir contra Dios, porque más fácil y sutilmente entibian nuestro corazón y van apagando el fuego del amor de Dios.
Así, tanto tiempo perdido con cosas aparentemente inofensivas y superficiales, cuántas horas desperdiciadas con la televisión y el internet. Cuánto tiempo que podría haber sido utilizado para el bien, cuando no graves pecados de impureza que nos llevan al egoísmo en el amor. Cuánta vanidad en los comercios, en el cine, espectáculos, bailes, conciertos… diversiones que, suponiendo que no tengan nada objetivamente malo (cosa difícil en nuestros días), nos llevan a apegar el corazón al puro gozar y deleitarse, haciendo después difícil el acordarse de Dios, dando mucha dispersión al espíritu, haciendo que la imaginación ande a rienda suelta por la casa, quitándonos el gusto por la renuncia y el sacrificio. Y toda esta serie de medios de comunicación y mass media, que por el tiempo y la intensidad que les dedicamos, impiden desarrollar la capacidad de reflexión, la fuerza de voluntad y el ejercicio de la virtud.
No digamos nada del vestir y del comer que, muchas veces, implican un gasto de dinero excesivo y superfluo, cuando no problemas más graves como tantas adicciones y gastos que podría beneficiar al hermano necesitado. Recreaciones cuyo fin se escapa del descanso y sano entretenimiento, llevando a la pereza, a la soberbia, al culto al cuerpo que pasa a ser el dios principal junto con el placer y el mero poseer. Culto que hace que valoremos a las personas, incluso a nosotros mismos por la apariencia, por las horas de gimnasio, por la cantidad de maquillaje. Y que provoca que las relaciones humanas se reduzcan a una mera coquetería y galantería más propias del animal en celo que de personas.
Las malas amistades, la camaradería, el querer aparentar, quedar bien, no salirse del marco dictado por la sociedad, lo políticamente correcto, son todo redes pegajosas que no nos dejan ser libres, que impiden que digamos no a tantos criterios que van en contra del evangelio, que incluso que tantas veces actuemos en contra de nuestra conciencia por el miedo al qué dirá, o que pequemos simplemente por el mero hecho de alardear.
Pero, ¿es que todo lo que hay en el mundo es malo, toda diversión, toda amistad, todo ambiente, toda actividad? No, el mundo es bueno, creado y querido por Dios y destinado también para darle gloria. Sin embargo, y de nuevo, no olvidemos nuestra condición pecadora e inclinada al mal, y no olvidemos nuestro fin. Esto nos ayudará a comportarnos con prudencia y ¡con mucha libertad!, la libertad que da el hacer el bien, en la verdad y en el amor. ¿Cómo ser prudentes en medio de tantos peligros? Para ello, debemos volver a la fuente y a lo que los santos nos han enseñado siempre con su vida: "El hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor, y mediante esto salvar su alma; y las otras cosas sobre la faz de la Tierra son creadas para el hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para el que es creado. De donde se sigue que el hombre tanto ha de usar de ellas, cuanto le ayudan para su fin, y tanto debe quitarse de ellas, cuanto lo impidan. Por lo cual, es menester hacernos indiferentes a todas las cosas creadas, en todo lo que es concedido a nuestro libre albedrío, y no le está prohibido; en tal manera que no queramos de nuestra parte, mas salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás; solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos creados" (Ejercicios espirituales de s. Ignacio).
Es difícil luchar contra este enemigo, pero recordemos nuestras armas: la oración, el sacrificio, las buenas amistades, la ayuda de un director espiritual. Luchemos contra todo lo que sea pecado, aún con todo lo que, sin ser pecado, nos aparta de Dios, porque en la vida no estamos en un perfecto equilibrio de fuerzas, sino que la herida del pecado tira de nosotros y por tanto debemos nosotros también mantenernos en tensión hacia el bien. Luchemos con todo lo que la ley del amor de Dios prohíbe y en la oración el Espíritu Santo nos irá mostrando qué cosas, aspectos, personas, circunstancias del mundo nos alejan de la verdadera vida que Jesús vino a traernos. En el camino de la santidad y de la vida, el no avanzar, es retroceder.
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