miércoles, 25 de noviembre de 2015

Nº 2 Enemigos del alma: El pecado y la gracia


 Nº 2 por Nacho Latorre, diácono.

                EL PECADO Y LA GRACIA

El ser humano, destinado a los más altos horizontes, encuentra una dificultad. En nuestra vida personal cada uno experimentamos un desorden y lucha interna, una tendencia tantas veces perversa, un oscurecimiento intelectual que nos aleja de la verdad, unos afectos que nos inclinan a lo más bajo, sucio y fácil para nuestra comodidad, que nos hacen huir de la lucha, del vencimiento, del bien, de la justicia, del amor, y nos conducen hasta nuestro orgullo, nuestro interés personal, nuestra arrogancia y autosatisfacción, que nos conducen a buscar ser el ombligo del universo. Dice San Agustín que dos amores construyeron dos ciudades, el amor a uno mismo hasta el desprecio de Dios, y el amor a Dios hasta el desprecio de sí[1]. Encontramos, en palabras de san Pablo[2], una ley en nuestra carne: hacemos el mal que no queremos, pero el bien que queremos no lo hacemos. La persona humilde experimenta esta debilidad en sí y la reconoce fácilmente, pero como quiero ser concreto vamos con ejemplos.

 Pensemos en la terrible batalla que se presenta cuando suena el despertador, pensemos en el atractivo que tiene una mentira que redundará en nuestro beneficio y de la que nadie se percatará; Pensemos en lo fácil que es hablar solo de nosotros mismos, en lo difícil que es escuchar, la facilidad que tenemos para juzgar las intenciones ajenas, criticar y murmurar, en todo aquello que nuestra conciencia moral nos dice pero que no hacemos por miedo al qué dirán, en los pensamientos ocultos de envidia, celos, de impureza y desorden sexual, que nadie percata pero que ahí están; pensemos en qué poco nos cuesta amar al que nos ama y cae bien, pero qué difícil es lo contrario; pensemos en cuantas veces comemos por el mero placer de comer llegando a ponernos incluso enfermos, pensemos en cuantas riñas, insultos, desprecios hacemos a los demás…; pensemos en esa soberbia oculta que se entremete incluso en nuestras buenas acciones que hacemos para que nos vean y contentándonos por soberbia… y todo esto son cosas “ordinarias” del día a día, pero si asomamos un poco la cabeza vemos vidas destrozadas por el vicio de la droga y el alcohol; la violencia de la guerra, muertes injustas o silenciosas como el aborto y la eutanasia, el terrorismo, las grandes corrupciones financieras; el despecho y olvido de Dios nuestro creador, el derroche de las riquezas, el abuso infantil, la discriminación, la abolición de la moral reducida al interés o al consecuencialismo, por no decir el relativismo…


El no ver una realidad no implica que no exista, y para eso tenemos a la Iglesia y a la palabra de Dios que nos enseña que el hombre desde su nacimiento tiene una herida en el alma, la herida del pecado original, pecado de nuestros padres y que se nos transmite de generación en generación, herida profunda que aunque no sea pecado, nos inclina al pecado. 

 El hombre es la única criatura que Dios ha amado por sí misma[3], su dignidad es altísima, cada uno de nosotros poseemos una riqueza incomparable, nuestra voluntad humana por la libertad y el amor está abierta al infinito. Por tanto, el ver dentro de nosotros esta bajeza y pequeñez no es desvalorarnos o dejarnos de amar, al contrario, es la condición de posibilidad para poder aspirar a las alturas a las que Dios nos llama. Amarás al prójimo como a ti mismo y por eso la salvación de los demás comienza por la nuestra.

 La negación de uno mismo consiste en el rechazo del mal propio, precisamente el destruir el mal de nuestras almas hará que seamos más plenamente nosotros mismos (“Si el grano de trigo no cae en tierra y muere no da fruto, pero si muere da mucho fruto”[4]) y por eso, reconocidas estas verdades, nos encontramos con la necesidad de la purificación y de la redención por parte de Cristo. El cual, muriendo en la cruz por nuestros pecados, consiguió para nosotros de las manos amorosas del Padre el ungüento que nos salva de esta herida, la gracia divina que, recibida en el bautismo, nos regenera, haciéndonos hijos de Dios, herederos del cielo y sus hermanos. Sin embargo, esta curación es lenta y gradual, conforme va acrecentándose en nosotros esta vida de gracia, conforme esta sangre divina va inundando nuestras venas, a medida que correspondemos nos vamos poco a poco liberando, identificándonos con Jesucristo, venciendo las ataduras del pecado y de la muerte. Adquiriendo al final los mismos sentimientos de Cristo, el hombre puede por la gracia vencer al mal que encuentra en sí, y puesto que ella siempre inicia, acompaña y hace fructificar el bien, el hombre es verdaderamente justificado del pecado.

 Pecado y gracia son dos elementos que nos dicen sobre la verdad del hombre. Sin la ayuda de la gracia cualquier lucha será imposible, y sin el conocimiento del mal en nosotros cualquier lucha será al menos ingenua. Dotados con estas armas que nos ofrece la fe, comenzamos con la ayuda de Dios, a hablar un poquito de quiénes o cuáles son estos enemigos que tiene nuestra alma, provenientes del pecado, y cuáles o quiénes son nuestras armas para vencerles, siendo la principal el auxilio divino de la gracia.

Pero esto será, si Dios quiere, en el próximo número.

[1] San Agustín, La Ciudad de Dios, 14,28
[2] Cf. Rm 7, 23
[3] Gaudium et spes, 24
[4] Jn 12, 24

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