Nº 6, por Dámaris Mora
SAN GABRIEL DE LA DOLOROSA
La devoción a la Pasión de Cristo fue
para Gabriel como la reina y madre de todas sus devociones. Su deseo era estar
crucificado con Cristo, e inventó el medio de estarlo por lo menos en imagen,
ya que no podía en realidad. Al acostarse ponía sobre su pecho un crucifijo, y
así dormía, pensando que estaba en la Cruz con Jesús.
En el Altar y en el
Sagrario, contemplaba a Cristo vivo ofreciéndose en Sacrificio vivo y santo de
Redención y santificación y dándosenos en alimento para fortalecernos
espiritualmente. Eran tales su fe y su amor que no podría haber hecho más si
viese con sus propios ojos a su Amor Sacramentado, como si hubiese estado en el
Calvario asistiendo al Redentor, que llevaba a cabo en la Cruz nuestra
Redención. Cuando hacía la genuflexión
la hacía con tal fe, que hasta en el exterior se le notaba la alegría que
experimentaba por hallarse ante su Señor Sacramentado.
Pero el amor de Gabriel no era un amor
sensiblero y de palabra, sino un amor que se traducía en obras. Comenzaba por
visitarle todas cuantas veces podía; bastaba que tuviese aunque sólo fuera un
minuto libre para ir a hacerle una visita. Allí desahogaba su corazón. Pero no
siempre que deseaba ir a visitarle podía hacerlo, por tener que atender a otras
obligaciones. Entonces, para tener siempre acompañado a Jesús, mandaba a su
Ángel de la Guarda a que fuera a acompañarlo en su lugar.
Otra de sus prácticas frecuentes eran
las Comuniones Espirituales. Solía decir que si lo hacemos muchas veces durante
la vida, en la hora de nuestra muerte podremos decir: “Jesús mío; yo os he
visitado muchas veces, no me abandonéis Vos ahora. Yo os he acogido muchas
veces en mi pobre corazón; ahora os toca a Vos acogerme en vuestro Paraíso”.
Animaba a sus compañeros a ensanchar el corazón y a no ser mezquinos con el
Señor, porque al Señor le gustan los corazones grandes y generosos.
Cierto día que iban de paseo,
encontraron a un hombre pobre que había sido condenado a la cárcel por algo de
lo que injustamente se le acusaba. Al verle tan desesperado, todos se pusieron
a tratar de consolarlo, pero todo era inútil, pues no podía resignarse a sufrir
una pena por algo que no había hecho. Gabriel le habló de los sufrimientos de
Cristo, de las injusticias cometidas con Él, de su ignominiosa muerte en la
Cruz a pesar de ser el Hijo de Dios y de que se había hecho hombre únicamente
por librarnos a todos de la cárcel eterna del infierno. Aquel pobre hombre no
sólo ya no se desesperaba y maldecía, sino que hasta se manifestaba dichoso de
poder parecerse en algo al Señor, y quedó dispuesto a sufrir por su amor todo
lo que fuera necesario.
“¡Hombre infeliz, desgraciadísimo hombre! Dime: ¿cuál era tu
situación después de tu pecado? Perdida la eterna felicidad para la que Dios te
había creado, después de esta vida infeliz no te esperaba más que una eternidad
de tormentos. Pero no quiso permitir eso nuestro Dios y, movido a piedad de
nuestro infelicísimo estado, nos envió a su Hijo, el cual, hablando de su
Padre, dice: “¿Es posible que tantas criaturas tuyas vayan a perecer
miserablemente? ¡Ah!, mi corazón no puede consentirlo. Ellos merecían que les
abandonaras, pero yo estoy dispuesto a dejar tu compañía y la de nuestros
ángeles, a descender a la tierra y a entregarme allí a los azotes, a las
espinas y a la muerte más atroz para satisfacer por ellos. Muera yo, y vivan
ellos; sea yo castigado, y ellos premiados”. Podía habernos remediado de muchas
otras maneras, le bastaba con una gota de su sangre, una lágrima, una plegaria.
Sin embargo, lo que bastaba para satisfacer a la divina justicia, no le bastó
al amor que nos tenía, y quiso, tras de prolongada agonía, acabar su vida en un
suplicio sin ningún alivio, y todo por nuestro amor”.
La devoción de Gabriel se encendió de un modo extraordinario hacia
María Santísima. Su corazón era un incendio de afectos hacia esta gran Reina
del Cielo. Solía decir que más vale un Ave María dicha con devoción, que mil
rezadas sin ella. Cada vez que oía sonar el reloj, saludaba a la Virgen con un
Ave María, y hasta pidió permiso a su Director para hacerlo también por la
noche. Al preguntarle como despertaría, respondía tranquilamente: “María
pensará en ello”. Sin embargo, no le fue permitido. Tomó el propósito de no
dejar pasar un solo día sin ofrecer a María flores de virtud para coronar su
cabeza virginal.
Lo que más caracterizó a San Gabriel fue su devoción a los
Dolores de María, a la Virgen junto a la Cruz. El sentido era que nunca un buen
hijo es más feliz que cuando puede aliviar una pena o dar una alegría a su
madre. Y esa Madre era María, cuyo dolor es el haber visto morir a su Hijo Dios
entre dolores horribles por redimir y salvar a sus otros hijos los hombres.
“¡Oh, cuánto le costamos a nuestra amantísima Madre! ¡Bien
sabe Ella con cuántos dolores nos dio a luz en el Calvario, viendo morir a su
Hijo entre espasmos y dolores en la Cruz! ¡Oh, si pensáramos en esto, de seguro
amaríamos un poco más a nuestra tierna Madre y confiaríamos más en Ella!”
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