sábado, 12 de abril de 2014


Nº 6, por Dámaris Mora

SAN GABRIEL DE LA DOLOROSA


         La devoción a la Pasión de Cristo fue para Gabriel como la reina y madre de todas sus devociones. Su deseo era estar crucificado con Cristo, e inventó el medio de estarlo por lo menos en imagen, ya que no podía en realidad. Al acostarse ponía sobre su pecho un crucifijo, y así dormía, pensando que estaba en la Cruz con Jesús.

 En el Altar y en el Sagrario, contemplaba a Cristo vivo ofreciéndose en Sacrificio vivo y santo de Redención y santificación y dándosenos en alimento para fortalecernos espiritualmente. Eran tales su fe y su amor que no podría haber hecho más si viese con sus propios ojos a su Amor Sacramentado, como si hubiese estado en el Calvario asistiendo al Redentor, que llevaba a cabo en la Cruz nuestra Redención. Cuando hacía la genuflexión la hacía con tal fe, que hasta en el exterior se le notaba la alegría que experimentaba por hallarse ante su Señor Sacramentado.
         Pero el amor de Gabriel no era un amor sensiblero y de palabra, sino un amor que se traducía en obras. Comenzaba por visitarle todas cuantas veces podía; bastaba que tuviese aunque sólo fuera un minuto libre para ir a hacerle una visita. Allí desahogaba su corazón. Pero no siempre que deseaba ir a visitarle podía hacerlo, por tener que atender a otras obligaciones. Entonces, para tener siempre acompañado a Jesús, mandaba a su Ángel de la Guarda a que fuera a acompañarlo en su lugar.


         Otra de sus prácticas frecuentes eran las Comuniones Espirituales. Solía decir que si lo hacemos muchas veces durante la vida, en la hora de nuestra muerte podremos decir: “Jesús mío; yo os he visitado muchas veces, no me abandonéis Vos ahora. Yo os he acogido muchas veces en mi pobre corazón; ahora os toca a Vos acogerme en vuestro Paraíso”. Animaba a sus compañeros a ensanchar el corazón y a no ser mezquinos con el Señor, porque al Señor le gustan los corazones grandes y generosos.
       Cierto día que iban de paseo, encontraron a un hombre pobre que había sido condenado a la cárcel por algo de lo que injustamente se le acusaba. Al verle tan desesperado, todos se pusieron a tratar de consolarlo, pero todo era inútil, pues no podía resignarse a sufrir una pena por algo que no había hecho. Gabriel le habló de los sufrimientos de Cristo, de las injusticias cometidas con Él, de su ignominiosa muerte en la Cruz a pesar de ser el Hijo de Dios y de que se había hecho hombre únicamente por librarnos a todos de la cárcel eterna del infierno. Aquel pobre hombre no sólo ya no se desesperaba y maldecía, sino que hasta se manifestaba dichoso de poder parecerse en algo al Señor, y quedó dispuesto a sufrir por su amor todo lo que fuera necesario.

“¡Hombre infeliz, desgraciadísimo hombre! Dime: ¿cuál era tu situación después de tu pecado? Perdida la eterna felicidad para la que Dios te había creado, después de esta vida infeliz no te esperaba más que una eternidad de tormentos. Pero no quiso permitir eso nuestro Dios y, movido a piedad de nuestro infelicísimo estado, nos envió a su Hijo, el cual, hablando de su Padre, dice: “¿Es posible que tantas criaturas tuyas vayan a perecer miserablemente? ¡Ah!, mi corazón no puede consentirlo. Ellos merecían que les abandonaras, pero yo estoy dispuesto a dejar tu compañía y la de nuestros ángeles, a descender a la tierra y a entregarme allí a los azotes, a las espinas y a la muerte más atroz para satisfacer por ellos. Muera yo, y vivan ellos; sea yo castigado, y ellos premiados”. Podía habernos remediado de muchas otras maneras, le bastaba con una gota de su sangre, una lágrima, una plegaria. Sin embargo, lo que bastaba para satisfacer a la divina justicia, no le bastó al amor que nos tenía, y quiso, tras de prolongada agonía, acabar su vida en un suplicio sin ningún alivio, y todo por nuestro amor”.


La devoción de Gabriel se encendió de un modo extraordinario hacia María Santísima. Su corazón era un incendio de afectos hacia esta gran Reina del Cielo. Solía decir que más vale un Ave María dicha con devoción, que mil rezadas sin ella. Cada vez que oía sonar el reloj, saludaba a la Virgen con un Ave María, y hasta pidió permiso a su Director para hacerlo también por la noche. Al preguntarle como despertaría, respondía tranquilamente: “María pensará en ello”. Sin embargo, no le fue permitido. Tomó el propósito de no dejar pasar un solo día sin ofrecer a María flores de virtud para coronar su cabeza virginal. 
Lo que más caracterizó a San Gabriel fue su devoción a los Dolores de María, a la Virgen junto a la Cruz. El sentido era que nunca un buen hijo es más feliz que cuando puede aliviar una pena o dar una alegría a su madre. Y esa Madre era María, cuyo dolor es el haber visto morir a su Hijo Dios entre dolores horribles por redimir y salvar a sus otros hijos los hombres.

“¡Oh, cuánto le costamos a nuestra amantísima Madre! ¡Bien sabe Ella con cuántos dolores nos dio a luz en el Calvario, viendo morir a su Hijo entre espasmos y dolores en la Cruz! ¡Oh, si pensáramos en esto, de seguro amaríamos un poco más a nuestra tierna Madre y confiaríamos más en Ella!”

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