sábado, 15 de marzo de 2014

Santa Teresa de Jesús


Nº 5, por Dámaris Mora



Amanece una nueva época. Hacía apenas veinte años que Cristóbal Colón ofreció a la Reina Isabel la Católica el imperio sobre el nuevo continente. España entera cruje como una carabela en alta mar; los pechos españoles se vuelven hacia ese Occidente donde resplandecen las tierras prometidas y se ensanchan pensando en su posesión.

En casa de los Cepeda, Teresa consideraba que los mártires compraban muy barato el ir a gozar de Dios y deseaba imitarlos no porque amase mucho a Dios, sino porque quería disfrutar cuanto antes de los bienes celestiales descritos en las vidas de santos.

Le gustaba saborear particularmente la palabra “eterno”, que quiere decir “para siempre”, explicaba la pequeña. Agudo sufrimiento, sí, pero breve; y a cambio, la gloria eterna. Basta –le decía ella a su hermano mayor Rodrigo- con un momento de decisión: “una determinacioncilla”.

En ese mismo año, la conquista de Rodas por los turcos, que consternó a las personas mayores, inflamó de ansias de sacrificio el alma de una niña que nada sabía de geografía: imaginó que ahora sería más fácil ir a tierra de moros para hacerse decapitar, y que mendigando “por amor de Dios” el pan en los caminos, acabaría llegando allá. ¿De qué iba a servir el espíritu crítico de un chico de diez años frente a su hermana menor, pero dotada ya de una poderosa capacidad de convicción? Así pues, una mañana, de madrugada, se escabulleron por las puertas recién abiertas, atravesaron en puente sobre el Adaja y emprendieron el camino “hacia tierras de moros” en dirección a Salamanca.
Y allí, no lejos todavía de Ávila, los encontró su tío Don Francisco Álvarez de Cepeda. Caminaban decididos: la larga falda de Teresita barría el polvo del camino, y los dos llevaban unos mendrugos de pan envueltos en una servilleta anudada al extremo de un palo. Rodrigo, a quien ya le dolían los pies, confesó al momento, mientras su hermana apretaba los dientes para guardar su secreto y su enojo. Una vez llegados a casa, pasada la alegría del reencuentro, Rodrigo demostró menos estoicismo ante la paliza que se avecinaba que ante el pasado deseo de martirio: “Fue Teresa la que me obligó…” Y la niña fue castigada.

Mientas Teresa tuvo amigas buenas todo fue bien. Pero cuando murió su madre, empezó a frecuentar su casa una prima suya, que no era mala, pero sí bastante ligera e insustancial. No pensaba más que en presumir y en arreglarse. Quería que Teresa hiciera lo mismo y lo consiguió.

También les dio por leer novelas que les llenaban la cabeza de fantasías y que hicieron olvidar a Teresa los buenos deseos de los primeros años.


No habían pasado cuatro meses cuando Teresa empezó a cansarse de aquella vida. Poco a poco empezó a comprender que su corazón estaba hecho para Dios, y que nada, fuera de Él, lo podía llenar. Porque Teresa tenía vocación, aunque todavía no se daba bien cuenta.

Hay personas que no entienden la vocación. Creen que para meterse de monja o para ser sacerdote hace falta que le guste a uno sacrificarse, darse mala vida, renunciar a muchas cosas. Pero están equivocados, porque esto no le gusta a nadie. Lo que pasa, es que en el fondo, han oído la voz de Jesús que dice: “¡Ven, sígueme!”

Teresa oyó esa voz, y como era valiente y generosa, decidió seguirla, aunque le costara la vida. Una mañana muy temprano, sin decir nada a nadie, salió de su casa y fue a llamar a la puerta del convento de la Encarnación.

En la Nochebuena de 1577, un ramalazo de viento infernal apagó de golpe el candil que Teresa llevaba en la mano cuando descendía por una escalera para ir a la capilla; trastabilló, cayó al suelo y se rompió el brazo. En medio de la catástrofe Teresa reclamó al Maestro: "¡Señor, entre tantos daños y me viene esto!"Jesús le respondió: "Teresa, así trato Yo a mis amigos". Y la Santa, llena de ingenio y de amor, le contestó: "¡Ah, Señor, por eso tenéis tan pocos!"

No hay comentarios:

Publicar un comentario