¿Por qué yo no? nº 3
Toma y lee...
De este modo me veía enfermo y
atormentado, reprendiéndome a mí mismo con mucha mayor aspereza que la
acostumbrada, y dando vueltas y más vueltas en los mismos lazos que me
oprimían, hasta que se acabase de romper todo aquello por donde estaba aprisionado,
que era ya muy poco, pero no obstante me tenía aún preso. Y Vos, Señor, usando
conmigo de una severidad llena de misericordia, allá en lo interior de mi alma
me estimulabais para que me diese prisa, redoblándome los azotes que padecía
del temor y la vergüenza, para que no cesase en procurar romper aquello poco y
tenue que restaba de mis prisiones; no sea que volviese a rehacerse y
fortificarse, y me atase entonces más fuerte y apretadamente. (…) Volvía a
procurar con más esfuerzo llegar a aquel estado que deseaba, y casi estaba ya
en él, casi ya le tocaba, casi ya le tenía; pero real y verdaderamente ni
estaba en él, ni le llegaba a tocar, ni le tenía, por no acabar de resolverme a
morir para todo lo que es muerte y sólo vivir a la verdadera vida; porque tenía
mayor poder sobre mí lo malo acostumbrado que lo bueno desusado. Finalmente,
cuanto más se iba acercando aquel instante de tiempo en que había de ser ya muy
otro, tanto me causaba mayor miedo y espanto, pero no me hacía retroceder ni
apartarme del intento, sino suspenderme y detener el paso.
Las cosas más frívolas y de menor
importancia, que solamente son vanidad de vanidades, esto es, mis amistades
antiguas, ésas eran las que me detenían, y como tirándome de la ropa parece me
decían en voz baja: «pues qué, ¿nos dejas
y nos abandonas? ¿Desde este mismo instante no hemos de estar contigo jamás?
¿Desde este punto nunca te será permitido esto ni aquello?» (…) Apartad,
Señor, por vuestra misericordia, del alma de este vuestro siervo y de mi memoria
aun la idea de las suciedades e indecencias que me sugerían. (…) Ellas,
entretenían y retardaban mi fuga, por no tener yo valor para separarme de ellas
con aspereza y sacudirme de sus importunaciones saltando y atropellando por
todo para seguir mi vocación, porque la violencia de mi costumbre no cesaba de
decirme: «¿Imaginas que has de poder
vivir sin estas cosas?».
Por medio de estas profundas
reflexiones se conmovió hasta lo más oculto y escondido que había en el fondo
de mi corazón, y junta y condensada toda mi miseria se elevó cual densa nube y
se presentó a los ojos de mi alma, se formó en mi interior una tempestad muy
grande, que venía cargada de una copiosa lluvia de lágrimas. Tan grande era el
deseo que tenía de llorar entonces (…) que fui y me eché debajo de una higuera;
no sé cómo ni en qué postura me puse, mas soltando las riendas a mi llanto,
brotaron de mis ojos dos ríos de lágrimas, que Vos, Señor, recibisteis como
sacrificio que es de vuestro agrado. También hablando con Vos decía muchas cosas
entonces, no sé con qué palabras, que si bien eran diferentes de éstas, el
sentido y concepto era lo mismo que si dijera: Y Vos, Señor, ¿hasta cuándo, hasta cuándo habéis de mostraros enojado?
(Ps. 6,4) ¡No os acordéis ya jamás de mis maldades antiguas! (Ps. 78,5).
Porque conociendo yo que mis pecados eran los que me tenían preso, decía a
grito con lastimosas voces: ¿Hasta cuándo, hasta cuándo ha de durar el que yo
diga, mañana y mañana?, pues ¿por qué no ha de ser en este día?, ¿por qué no ha de ser en esta
misma hora el poner fin a todas mis maldades?
Estaba yo diciendo esto y
llorando con amarguísima contrición de mi corazón, cuando he aquí que de la
casa inmediata oigo una voz como de un niño o niña, que cantaba y repetía
muchas veces: «Toma y lee, toma y lee». Yo, mudando de semblante, (..)
reprimiendo el ímpetu de mis lágrimas, me levanté de aquel sitio, no pudiendo
interpretar de otro modo aquella voz, sino como una orden del cielo, en que de
parte de Dios se me mandaba que abriese el libro de las Epístolas de San Pablo
y leyese el primer capítulo que casualmente se me presentase. Porque había oído
contar del santo abad Antonio, que entrando por casualidad en la iglesia al
tiempo que se leían aquellas palabras del Evangelio: «Vete, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro
en el cielo; y después ven y sígueme» (Mt 19,31); él las había entendido
como si hablaran con él determinadamente y, obedeciendo a aquel oráculo, se
había convertido a Vos sin detención alguna. Yo, pues, a toda prisa volví al
lugar donde estaba sentado Alipio, porque allí había dejado el libro del
Apóstol cuando me levanté de aquel sitio. Tomé el libro, lo abrí y leí para mí
aquel capítulo que primero se presentó a mis ojos, y eran estas palabras: «No en comilonas ni borracheras, no en
vicios y deshonestidades, no en contiendas y envidia» (Rom 13, 13-14); sino
revestíos de Nuestro Señor Jesucristo, y no empleéis vuestro cuidado en
satisfacer los apetitos del cuerpo. No quise leer más adelante, ni tampoco era
menester, porque luego que acabé de leer esta sentencia, como si se me hubiera
infundido en el corazón un rayo de luz clarísima, se disiparon enteramente
todas las tinieblas de mis dudas.
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