¿Por qué los sacerdotes no se pueden casar?
Los sacerdotes no se pueden casar primero porque así nos
lo dice la Iglesia. Es
una ley eclesiástica a la que todos los sacerdotes (menos los de rito
Bizantino) estamos obligados.
En el
Código de Derecho Canónico, canon 277-1, se dice: “Los clérigos están obligados a observar una
continencia perfecta y perpetua por el Reino de los cielos y, por tanto, quedan
sujetos a guardar el celibato…”
Esta es
una obligación primero jurídica. El sacerdote no se casa porque la Iglesia así lo legisla.
Con
respecto a esta ley lo primero que hay que decir es que es una norma que la
propia Iglesia tiene la firme
voluntad de mantener[1] y que el propio Concilio Vaticano II “aprueba y
confirma.”[2]
Pero no
es una norma “impuesta” por la
Iglesia para los sacerdotes, sino que al ir a recibir la
ordenación de diácono el futuro sacerdote ya sabe cuáles son sus derechos y
también cuáles son sus obligaciones. Aquí no se engaña a nadie, el que quiere
ser sacerdote católico tiene sus obligaciones, como son: apacentar el rebaño
del Señor, dejarse guiar por el Espíritu, preparar la homilía y la enseñanza de
la fe con dedicación y sabiduría, presidir con piedad y fielmente los
sacramentos o el rezo de la liturgia de las horas. Junto a estas obligaciones hay
dos de especial importancia: el respeto y obediencia de todo sacerdote o
diácono al Obispo y ser célibes para siempre.
Además
de una razón jurídica, hay otras razones, en este caso teológicas, que nos
muestran la conveniencia de guardar el celibato en la vida sacerdotal.
La primera razón es que el celibato es
un regalo de Dios[3]. El Código
de Derecho Canónico nos lo indica, pues el celibato, en primer lugar “es un don peculiar de Dios”[4].
Es necesario tener un poco de fe para poder entenderlo. Quien no lo entiende es
que no ve la lógica superior de esta nueva vida que viene de Dios[5],
y no se dan cuenta de que esta castidad no es vivida por desprecio al don
divino de la vida, sino por amor superior a una vida nueva que brota del amor
de Dios.[6]
La segunda razón es porque el sacerdote es Alter
Christus (otro Cristo). Ciertamente “todo
sacerdote representa a su modo la persona del mismo Cristo”[7]. El sacerdote ejerce su ministerio teniendo como modelo
y guía a Cristo como sumo y eterno sacerdote[8].
Si Cristo fue célibe el sacerdote también lo es porque está llamado a ser “otro
Cristo”. Es por tanto lógico que en su vida busque, además de participar en el
supremo oficio sacerdotal de Cristo, imitar los pasos de su maestro y compartir
con Cristo su mismo estado de vida[9].
Cristo permaneció virgen toda su vida, al igual que pobre, obediente y
entregado a los hombres. Si así fue la vida de Jesucristo, así es como debe ser
la vida de todo sacerdote. De
este modo, junto con la vida matrimonial, se abre un nuevo camino, el de la
continencia en el celibato, que ha sido recorrido en primer lugar por Jesús.
Nuevo camino en el que el hombre asume esta realidad para adherirse totalmente
al Señor y, como vamos a ver, preocuparse sólo por Dios y por sus cosas.[10]
La tercera razón es que por medio del
celibato “los ministros sagrados pueden unirse más fácilmente a Cristo con un
corazón entero”.[11]
Quien
lo vive sabe que es así. El sacerdote quiere hacer una elección exclusiva,
perenne y total por el amor a Cristo y para la dedicación al culto de Dios y al
servicio de toda la Iglesia[13].
Así como el marido desea hacer una elección única y exclusiva por su mujer,
dejando cosas muy importantes (“por eso abandonará el hombre a su padre y a su
madre y se unirá a su mujer”[14]),
de la misma manera el sacerdote renuncia a tener una familia porque desea
entregar de forma indivisa su corazón a Dios y a su Iglesia. De esta manera no
vive una vida frustrada, alejada de la donación personal, como pretenden
hacernos creer determinadas manifestaciones en contra del celibato sacerdotal.
Al contrario, encuentra una vida plena y fecunda porque así el sacerdote puede,
si se deja llenar del Espíritu, amar en Cristo y como Cristo siendo así capaz
de darse a todos.[15]
No es
esta una elección egoísta, como si todo lo que tiene o recibe de la Iglesia fuera para su
disfrute personal sin querer tener obligaciones o personas con las que
compartir. Al contrario, todo lo que recibe de la Iglesia es para
entregarlo, y para tener una obligación más grande: la preocupación por todos[16].
La
virginidad de Cristo significaba su dedicación total al servicio de Dios y de
los hombres. De esta forma, la participación de los sacerdotes en la dignidad y
en la misión de Cristo es más perfecta cuanto más libre se está de vínculos de
carne y sangre.[17]
El no
contraer matrimonio ¿es una renuncia? Ciertamente sí. Pero es que el sacerdote,
por así decir, se desposa con Cristo. Hace que todo su corazón sin división
alguna sea para Dios. Y desde Dios pueda darse a los demás.[18]
La cuarta razón es que los sacerdotes llamados a “consagrarse totalmente
al Señor y a sus cosas se entregan enteramente a Dios y a los hombres”[19].
El Sacerdote libre de las ocupaciones que tiene la vida matrimonial puede
dedicar todo su tiempo, esfuerzo o algo tan sencillo como sus ahorros para lo
que vea que Dios le pide; bien sea para hacer apostolado, para ayudar a los
misioneros, a la diócesis, a la construcción de alguna parroquia, a becas para
seminaristas sin recursos etc…
Esta es una
razón más práctica: un sacerdote con obligaciones matrimoniales (mantenimiento
de la familia, mujer, hijos) no podría dedicar el tiempo que dedica a los
demás; no podría desprenderse de cosas necesarias para entregárselas a los
demás; tendría que mirar, y así sería lo lógico, en primer lugar por su
familia, a quien debería dedicar tiempo, dinero, esfuerzo y al final tener el
corazón dividido entre su familia y sus fieles. El celibato le permite tener
mayor eficiencia, libertad, mejor actitud psicológica y afectiva para entregarse
del todo.[20]
Así, el
no casarse no es una renuncia al amor o al compromiso; es al contrario,
entregarse a un Amor más universal y a un compromiso más pleno para con Dios y
con la humanidad.
Para un
sacerdote el celibato no es una norma arcaica y que coarte su libertad. Es, por
el contrario, un don al que Dios nos llama y se vive como una delicadeza de
Dios para con nosotros; el instrumento que voluntariamente aceptado nos acerca
más a Dios y nos hace más capaces de servir a los demás con un corazón
indiviso. Es “una de las glorias más nobles y más puras”[21]
de nuestro sacerdocio, una “perla
preciosa” que “conserva todo su valor también en nuestro tiempo.”[22]
[1] Cfr. JUAN PABLO II, Exhor. Apost. Pastores dabo vobis, n. 29.
[3] Idem.
[4] CIC 1983, canon 277.
[5] Cfr. PABLO VI, Carta Encíclica Sacerdotalis Caelibatus, n. 12.
[6] Cfr. Ibid, n. 13.
[7] Conc. Vat. II, decr. P.O., n.12
[8] Cfr. PABLO VI,Cart. Enc. Sacerdotalis Caelibatus, n. 19.
[9] Cfr. Ibid, n. 23.
[10] Cfr. Ibid, n. 20.
[11] CIC 1983, canon 277.
[12] 1 Cor, 7, 32-34.
[13] Cfr. PABLO VI, Cart. Enc. Sacerdotalis Caelibatus , n. 14.
[14] Gn, 2, 24; Ef, 5, 31.
[15] Cfr. PABLO VI, S.C., n. 30.
[16] Cfr. 2 Cor, 11, 28-29.
[17] Cfr. PABLO VI, S.C., n. 21.
[18] Cfr. JUAN PABLO II, Exhor. Apost. Pastores dabo vobis, n. 29. Cfr. Conc. Vat. .II, decr. P.O., n.16.
[19] Catecismo de la Iglesia Católica , n. 1579.
[20] Cfr. PABLO VI, Cart. Enc. Sacerdotalis Caelibatus n. 32. Cfr. JUAN PABLO II, Exhor. Apost. Pastores dabo vobis, n. 50.
[21] Ibid, n.
37.
[22] Ibid,
n. 1.
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