lunes, 4 de febrero de 2019

San Alfonso de Ratisbona



La conversión de Alfonso Tobie Ratisbona es el hecho más re­levante en la historia de la Medalla Milagrosa no sólo porque puso el men­saje de París en conocimiento del mundo no católico, sino tam­bién porque dio como resultado el reconocimiento oficial de las apariciones de Rue du Bac por la Santa Sede. 
El hecho ocurrió en Roma en 1842. Según el P. Aladel, los informes para su narración los había to­mado de las charlas tenidas con Alfonso en su reciente estancia en París, de la correspondencia de éste con su hermano, el Abate Ratisbona, y de las noticias abundantes y extensas publicadas a toda plana en la Prensa. Había sido un acontecimiento sensacional. Don Bosco leía estos comentarios a sus chicos antes de irse a dormir. Lo instantáneo y radical de la conversión había sorpren­dido al mismo Papa. 

Por equivocación en Roma 

A la edad de veintiocho años, Alfonso, abogado y banquero de profesión, estaba desposado con Flora, una joven de diecisie­te años que pertenecía a la aristocracia judía. Alfonso era her­moso y tenía un gran sentido del humor, pero guardaba en su corazón un fuerte odio a los católicos, sobre todo desde que su hermano Teodoro se había convertido y ordenado sacerdote en la Iglesia Católica. Teodoro había unido sus fuerzas a las del Abate Desgenettes para la difícil labor en Nuestra Señora de las Victorias, y desde entonces la Archicofradía del Santo e Inmacu­lado Corazón de María tenía como uno de sus fines específicos la conversión de los judíos, tarea ardua pero retadora. 

En Roma, como cual­quier turista hubiera hecho, Alfonso se dedicó a visitar los monumen­tos que él juzgaba más interesantes. Allí se encontró con un amigo, el Barón Teodoro Bussiére, quien hizo grandes esfuerzos para convertirle. Le invitó a cenar en su casa y allí le retó a demostrar su hombría, y Alfonso aceptó el reto; recibió una medalla que le colgó del cuello una hija de Bussiére y prometió rezar la oración del Memorare (Acordaos, oh piadosísima Virgen María…, de San Ber­nardo). Desde luego, Alfonso nunca pensaba que aquello pudiera significar nada, excepto el objeto de una apuesta.

Durante la noche del 19 al 20 Alfonso se había enfrentado con la visión de una cruz, limpia y desnuda, que le atormentaba en el corazón. Alfonso encontró en la calle al señor de Bussiére. Este se dirigía a la iglesia de Sant’Andrea della Fratte, para hacer los preparativos del funeral por su amigo el Conde de Laferronays y Alfonso le acompañó. De súbito, un enorme perro negro salió sin saberse de dónde y comenzó a husmear delante de él. El perro desapareció de repente, lo mismo que había aparecido; pero Alfonso se sintió atraído hacia la Ca­pilla de los Ángeles Guardianes, de donde salía un caudal ofus­cante de luz. Al llegar levantó sus ojos y contempló a Nuestra Señora que se le aparecía en la misma actitud en que estaba representada en la Medalla. Sólo pudo verla por un momento; era tanta su ra­diante hermosura que apenas pudo levantar los ojos a la altura de sus manos. Hincado de rodillas, con lágrimas en los ojos, Al­fonso definía las manos de la Virgen como “la expresión más viva de todos los secretos de la divina bondad”. 

Alfonso comenzó un período de diez días con los Jesuítas para instruirse en la fe. El Padre Villeforte, su instructor, le llevó a visitar al Papa, Gre­gorio XVI, que les enseñó una imagen de la Virgen de la Medalla, ante la cual él rezaba. 

Su ingreso en la Iglesia tenía un carácter internacional. El Cardenal Patrizi, Vicario de Roma, escuchó la abjuración de sus errores, le bautizó, le confirmó y le dio la primera comunión. Las noticias de la “Madonna” y Ratisbona invadieron Europa entera, particularmente los círculos políticos y financieros, don­de los nombres de Ratisbona, Bussier y Laferronays eran muy conocidos. La Medalla no era un regalo tan sólo para los ca­tólicos. 

Alfonso escribió a sus familiares y a Flora, su novia, a quien invitaba a continuar con el planeado matrimonio si se hacía ca­tólica. Las respuestas llegaron pronto: todos le dejaban en plena libertad. 

Mientras tanto, el Vaticano seguía una investigación oficial so­bre el Milagro de la conversión. El Cardenal Patrizi presidió las veinticinco sesiones que se celebraron del 17 de febrero al 3 de junio de 1842. La decisión del tribunal fue afirmativa, la conver­sión de Alfonso había sido un milagro obtenido por mediación de María. 

Los interrogatorios terminaron. Alfonso ingresó en la Compa­ñía de los Jesuítas y con ellos permaneció diez años, siendo or­denado sacerdote. Sin embargo, una voz persistente le decía que debía marcharse y dedicarse a la conversión de los judíos. Con los debidos permisos dejó la Compañía para unirse a su herma­no Teodoro en las fundaciones de “Nuestra Señora del Monte Sión” y la “Congregación de Sacerdotes de San Pedro”, para la conversión de los judíos.

Alfonso fue un sacerdote ejemplar, activo y ferviente. En su aposento había entronizado la imagen de Nuestra Señora. Mu­rió el 6 de mayo de 1884. Sus amigos levantaron una estatua a la Virgen de la Medalla sobre su tumba para que vigile sobre él y sirva de recuerdo a los pasajeros. María es el camino hacia Jesús. 




                                                
   

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