Nº 7 por Juan Manuel Cabezas, doctor en Derecho Canónico.
¿SE PUEDE DAR CULTO A LA VIRGEN MARÍA?
Sí, por supuesto que sí. No tenemos más que oír la palabra de Dios que dice en el Evangelio de San Lucas, capítulo primero versículos cuarenta y ocho y cuarenta y nueve: “todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque el Poderoso ha hecho en mí maravillas”. Y sabemos que la palabra de Dios no puede nunca equivocarse; por lo tanto queda bien proclamada esta verdad de nuestra fe, que es justo y necesario dar culto a María, alabarla. Dios se sirve normalmente de los humildes para hacer grandes obras, así en este caso se sirvió de la que a sí misma se llamó esclava del Señor y lo fue para dar a conocer a todas las gentes la bondad y la necesidad del culto a María.
¿En qué consiste el culto a María? Por supuesto, como ha entendido y entiende siempre la Iglesia y todas las almas de buena voluntad, no se trata del culto debido a Dios, que es de adoración, de reconocimiento de su divinidad y superioridad sobre todas las demás cosas, pues nadie hay como Dios y a sólo Él se le rinde culto de latría. Todo lo bueno que existe no existe sino por participación en la Bondad infinita de Dios. Pero junto al culto de latría que se rinde a Dios damos también culto de dulía a los santos, es decir, hacemos un homenaje o tributamos honores a aquellas personas que han sido fieles al plan de Dios y se han santificado, alabando con ello la gracia de Dios que tal victoria ha conseguido.
Nos enseña el Concilio Vaticano II que “este culto, tal como existió siempre en la Iglesia, aunque es del todo singular, difiere esencialmente del culto de adoración, que se rinde al Verbo Encarnado, igual que al Padre y al Espíritu Santo, y contribuye poderosamente a este culto. Pues las diversas formas de la piedad hacia la Madre de Dios, que la Iglesia ha aprobado dentro de los límites de la doctrina santa y ortodoxa, según las condiciones de los tiempos y lugares y según la índole y modo de ser de los fieles, hacen que, mientras se honra a la Madre, el Hijo, por razón del cual son todas las cosas (cf. Col 1,15-16) y en quien tuvo a bien el Padre que morase toda la plenitud (Col 1,19), sea mejor conocido, sea amado, sea glorificado y sean cumplidos sus mandamientos” (Lumen Gentium núm. 66).
No sólo el culto a María es algo bueno, sino que como ha enseñado el papa Pablo VI “la piedad de la Iglesia hacia la Santísima Virgen es un elemento intrínseco del culto cristiano” (·Exhortación apostólica Marialis Cultus núm. 56). Es una constante en el pueblo de Dios desde el comienzo de la Iglesia, de manera que forma parte de su esencia, de su vida, pues la lex orandi es lex credendi, es decir, el modo de orar pone de manifiesto lo que se cree. Cristo se complace en que los hombres reconozcan las maravillas que Él ha obrado en la Santísima Virgen y en los santos. Es lo que hacemos cuando damos culto a los santos -y María no es sino la más grande de todos los santos- reconocer el poder de Dios que logra esos triunfos a pesar del daño tan tremendo que el pecado original y el propio ha producido en todos los hombres. Cuando en el Evangelio una persona alabó dando voces a la mujer que hubiera tenido un hijo tan santo, el Señor no le dijo que ello estuviera mal sino que era mucho mejor aún alabar a quienes hicieran la voluntad de su Padre: ¿y quién la hecho como María? Nadie ciertamente ni se le acerca a gran distancia en fidelidad y obediencia al Padre.
Por ello, lejos de evitarlo, es necesario aumentar cada día más el culto verdadero y recto a nuestra Madre. El Concilio Vaticano II “enseña de propósito esta doctrina y amonesta a la vez a todos los hijos de la Iglesia que fomenten con generosidad el culto a la Santísima Virgen, particularmente el litúrgico; que estimen en mucho las prácticas y los ejercicios de piedad hacia ella recomendados pro el Magisterio en el curso de los siglos” (Lumen Gentium núm. 67), especialmente el rezo del Santo Rosario, tan insistentemente recomendado por los Sumos Pontífices y los santos.
Por último, por si alguno pudiera pensarlo, hemos de recordar que lejos de ser un obstáculo para el esfuerzo ecuménico la profundización en el amor a María y la veneración de ella a través de un culto auténtico, tratando de imitar su vida, es el impulso más fuerte que ponemos recibir para la unidad. Ella fue pieza clave en el nacimiento de la Iglesia, uniendo a los apóstoles, conservándolos en la oración, preparándolos para la venida del Espíritu Santo y sigue ejerciendo esta misma función en nuestros días. Sin Ella todo esfuerzo ecuménico está avocado al fracaso de antemano.
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