Nº
1 por Ignacio Latorre, diácono.
ENEMIGOS DEL ALMA
Empezamos
con mucha ilusión una nueva sección en el blog Alegraos, vamos a ir durante el
curso hablando con mucha sencillez, pero a la vez espero que también con mucha
claridad, sobre una realidad que constituye la vida de toda persona humana. Y
por supuesto, desde el punto de vista de la Iglesia Católica y de su
Magisterio, basándonos también en la Escritura y en la Tradición.
Y
quiero comenzar explicando un poquito el título que da nombre a la sección:
enemigos del alma. En primer lugar debemos recordar que realmente el ser humano
tiene una doble dimensión, una que llamamos corporal y otra que llamamos
espiritual o alma que es la que hace que seamos transcendentes e inmortales. El
alma al ser espiritual no se puede dividir en “partes” como sí ocurre con la
materia, ya que tiene extensión en el espacio. El alma tampoco está en ningún
lugar, puesto que lo espiritual no ocupa lugar, forma parte de nuestro ser y
nos constituye, pero no se identifica ni se sitúa en ninguna parte en concreto
sino en nuestra totalidad. Tenemos entonces esa dimensión espiritual que es
responsable, entre otras cosas, de que tengamos libertad para decidir, de que
tengamos un entendimiento abierto a la verdad, de una voluntad que puede
aspirar al bien, de una memoria que va constituyendo nuestra persona a partir
de todas las vivencias y decisiones etc.
Sin
embargo, alma y cuerpo constituyen al único e indivisible ser humano, al hombre
creado a imagen y semejanza de Dios, “corpore et anima unus”, nos dice Gaudium et spes[1].
Lo contrario sería fragmentar a la persona, dividirla creando una realidad que
no es. Ni el hombre es un ángel venido a menos ni es solo un animal
evolucionado, caeríamos con esto en el dualismo de Platón (el alma encerrada en
el cuerpo). El misterio de la resurrección de la carne nos asegura que cuerpo y
alma son redimidos por el Señor y que ambos en su unidad están destinados al
cielo. Así que, aunque hablemos de esta distinción en el hombre debemos siempre
aplicarlo al hombre en su totalidad y en su continua interrelación entre las
partes. Cuántas veces al estar fatigados de un viaje nos cuesta más ser
amables, rezar, acordarnos de muchas cosas, y cuántas otras veces, una obra
buena, un acto de amor ofrecido al Señor nos dan fuerzas físicas e incluso mejoran
la salud del cuerpo.
Dicho
esto, es verdad que en el alma, creada por Dios en el mismo instante de nuestra
concepción[2],
reside el centro de nuestras operaciones que nos hacen más humanos (memoria,
entendimiento y voluntad) y es ella el auriga de nuestra vida, el capitán de
nuestro barco y el capitán de las batallas. El alma ordena toda la vida,
buscando el bien, alejándose del mal, dirigiendo las pasiones hacia la bondad,
la belleza, la justicia. Nos dirige, en definitiva, hasta el puerto de la
Patria Celestial, hasta el encuentro con Dios que esperamos para toda la
eternidad, el cielo. Y por todo esto el alma tiene una importancia primordial
en nuestra vida. Ya nos decía el Señor: “No temáis a los que pueden matar el
cuerpo, temed más bien a los que pueden enviar alma y cuerpo al fuego eterno”[3] y
“¿De qué te sirve ganar el mundo entero si pierdes tu alma?”[4].
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