"El corazón", Von Hildebrand
Nº 1, por el P. Manuel García, sacerdote
Una de las notas más
características del hombre contemporáneo es la gran importancia, en algunos
casos desmedida, y en no pocas irracional, que pone en los sentimientos. Para
el hombre de hoy éstos tienen un valor casi supremo, por encima de los cuales
no se antepone nada; esto no es algo nuevo en el pensamiento y la cultura, lo
hemos heredado del movimiento cultural del s. XIX. Pero, a diferencia de otras
épocas, en la actualidad la persona casi nunca pone en cuestión la verdad de
dichos sentimientos.
No se pone en duda si
el modo como yo me sienta afectado, el modo como yo me alegre, goce, apene o
sufra ante una determinada situación es bueno o no y si me hace mejor persona o
no, y esto puede jugarnos alguna que otra mala pasada.
Tal vez esta confianza
ciega en nuestros sentimientos nos pasa inadvertida porque la afectividad
humana no es accesible directamente a nuestra libertad, y así la alegría o la
tristeza no se engendran en nosotros como lo hace un acto de voluntad.
Pongamos un sencillo
ejemplo de cómo los sentimientos pueden jugarnos una mala pasada. Hay quien
ante una situación de sufrimiento de los demás o un hecho que produce por sí mismo
compasión les lleva a derramar abundantes lágrimas y a “sentirse” profundamente
conmovidos por un espacio de tiempo, pasado el cual, la persona vuelve a su
mundo afectivo anterior sin que los afectos que ha tenido le lleven a hacer
nada por remediar el dolor ajeno. Esta situación no es infrecuente y revela una
afectividad sentimental pero profundamente desordenada porque “todo sentimiento
se corrompe al disfrutarlo de modo introvertido”. En este caso un sentimiento
sano y ordenado es el que afectándonos nos mueve a ayudar al que lo necesita
aunque nos cueste sacrificio y esfuerzo.
En otras ocasiones nos
sentimos afectados por palabras o gestos a los que les damos una importancia
decisiva en nuestra relación con los demás aunque en realidad son gestos superficiales
que no deberían afectarnos en nada. Esto sucede cuando no hay correspondencia
entre lo sentido y el objeto que produce en nosotros el afecto. En este caso
nos encontramos con personas hipersensibles que no juzgan sus sentimientos ni
dejan que su razón analice los valores en juego, simplemente dan rienda suelta
a los sentimientos del corazón como si por sí solos, sin estar guiados por la verdad y ordenados por el amor, fueran
la auténtica respuesta a una situación.
Basta pensar un poco en
ello para saber que nuestros afectos pueden o no estar ordenados según la
verdad de las situaciones que nos afecta y a las que nos enfrentamos.
Una de las partes más
olvidadas en la educación es precisamente el valor y la educación de los
afectos o de los sentimientos. “Y es que la esfera afectiva comprende
experiencias de nivel muy diferente que van desde los sentimientos corporales
hasta las más profundas experiencias del amor, alegría santa o contrición
profunda”. Hay un abismo entre una alegría santa por un bien recibido (la
alegría de la Virgen María al concebir a Jesús), el dolor por el pecado
cometido (la contrición de San Pedro después de haber negado a Cristo), o los
celos, la ambición, o la indiferencia. Los primeros sentimientos nacen de un
afecto sano y por lo tanto humano porque tienen su raíz en el amor; los últimos
son torcidos e insanos y su raíz o es el orgullo o la envidia.
El hombre necesita
saber de qué herramientas naturales dispone para vivir: la razón para conocer
la verdad y el bien, la voluntad para dirigirse hacia él… y junto a ellas como
capacidad espiritual del hombre se encuentran sus sentimientos. Von Hildebrand
hace un análisis certero a la vez que sencillo del mundo de afectos y
sentimientos que rodean al ser humano. Porque si es verdad que nuestra sociedad
le concede una importancia casi decisiva a los sentimientos personales también
es cierto que nuestra época desconoce profundamente cómo funcionan, para qué
sirven y cuando están o no ordenados.
Es verdad que el hombre
lleva dentro de sí el deseo de lo infinito pero ese deseo no es irracional y
debe estar guiado por una búsqueda leal de la verdad.
En el libro al autor
nos ayudará a comprendernos mejor, saber discernir qué afectos y sentimientos
nos hacen bien y cuales hay que ordenar por medio del amor y cómo hacerlo.
Si la razón me dice qué
afectos tengo o no ordenados conforme a la verdad y al bien es el amor en
cambio quien actuando como una potencia o como una forma de naturaleza puede
ordenar los afectos de nuestro mundo interior.
Al final del libro el
autor analiza el mundo afectivo del Corazón de Jesús que para nosotros no sólo
es el modelo de cómo se ama (“no hay amor más grande que el que da la vida por
sus amigos”) sino también un modelo de
cómo tiene que ser nuestro mundo afectivo.
El afecto ordenado es
el de aquel que ama a Dios y lo ama con afecto, no con un mero sentimentalismo,
donde se alegra y goza con las cosas de Dios y el bien de los hombres y a la
vez se entristece (con una tristeza que nace del amor y no del orgullo) con el
pecado.
En el fondo el afecto
ordenado es aquel que se comporta como el mundo afectivo de Cristo. En una de
las letanías al Corazón de Jesús decimos: “Corazón de Jesús, haz mi corazón
semejante al tuyo”, podemos añadir, un corazón según y a la medida del Corazón
de Jesús, un Corazón que llora sobre Jerusalén (Lc. 19, 41); se conmueve por la
muerte de Lázaro; que llama bienaventurados a los pobres y a los que lloran;
que enseña la parábola del buen samaritano;
que goza con la vuelta del hijo pródigo; que se compadece del ciego de
nacimiento, de la samaritana, del lisiado de Siloé, del miedo de los apóstoles
ante la tempestad (Lc. 8,22), de las mujeres que lloran por Él en al camino al
Calvario; que tiene frases duras para quien escandalice a un niño; que reprende con fuerza a Pedro por querer
evitar la Cruz para el Mesías; que aprecia y ensalza al publicano en el templo;
que sufre ante el amor poco profundo de Pedro; que busca ser amigo de sus
discípulos y que pide perdón para sus torturadores.
El amor de la persona cuando
está unido al verdadero Amor que es el amor de Dios puede ordenar los
sentimientos para que estos se ajusten a la verdad de los acontecimientos
y al verdadero bien de nuestra
naturaleza humana.
Es un libro sencillo y
fácil de leer. Nos enseña más sobre nosotros mismos que muchas lecciones de
psicología.
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