LO QUE LA HISTORIA NOS ENSEÑA…
por: Ignacio Latorre
Decía el venerable obispo norteamericano Fulton Sheen que “todo lo que pasa en la historia ha pasado antes por el corazón del ser humano”.
La herejía pelagiana es considerada una de las mayores herejías de la historia de la Iglesia. Pelagio, monje del siglo IV que le dio el nombre, negaba la existencia del pecado original en el hombre (solo habría afectado a Adán), la naturaleza humana no habría sido corrompida, naceríamos en un estado “neutral”. La venida de Cristo tendría como finalidad el darnos un mero ejemplo de vida en contraposición al mal ejemplo que nos dio Adán, y de esto se seguiría por tanto, la no necesidad del bautismo puesto que no existe el pecado original. El hombre iría al cielo, según Pelagio, a “base de puños”, querer es poder nos diría, la naturaleza del hombre, al no estar corrompida, tendría las fuerzas para ello.
San Agustín, el gran santo Padre de la antigüedad, combatió duramente a Pelagio y condenó sus tesis. Afirmó la necesidad absoluta del bautismo para la salvación, pues nos libra del pecado original, y también la necesidad de la gracia de Dios para la purificación de la naturaleza humana que no se ve nunca libre de la concupiscencia y de las ataduras de las pasiones. La venida de Cristo nos viene a traer la salvación del pecado por la gracia santificante, su misma vida divina. Los 7 sacramentos son las fuentes de las que mana dicha gracia.
Siglos más tarde, Martín Lutero cayó en la herejía por el otro extremo. Se dice que Lutero había sido educado de manera muy estricta por sus padres. Él quería ser abogado, pero durante una tempestad hizo voto de ser fraile. Se decidió precisamente por los agustinos, los cuales vivían una vida muy austera y sacrificada marcada por ayunos, oración y trabajo. Le desanimaba mucho el ver sus pecados a pesar del esfuerzo que él ponía en combatirlos y en agradar a Dios. En 1517 tuvo una “revelación” estudiando la carta a los romanos, interpretando mal a San Pablo llegó a la conclusión de que el hombre podría alcanzar la justificación solo por la gracia de Dios, y no mediante buenas obras; Es la conocida doctrina de la sola gracia, el hombre es un pecador irremediable, lo que tiene que hacer para salvarse es esconderse sobre la sombra de la cruz para que cuando Dios Padre mire hacia él no vea sus pecados. El hombre, cuyo corazón es irreformable, para salvarse solo debe tener fe en que Jesús es misericordioso. La iglesia condenó las tesis de Lutero en el concilio de Trento.
¿Y TODO ESTO A MÍ QUÉ? La historia nos enseña que…
Volvamos a la frase que cité al principio… En nuestra vida espiritual, podemos pasar por momentos en que nos sentimos muy fuertes, con ganas de comernos el mundo, de trabajar, de hacer cosas grandes por Dios, seguramente cuando asistimos a un retiro, a un voluntariado etc. nos llenamos de gozo y de alegría en el corazón, también cuando realizamos apostolado y vemos sus frutos más externos, lo que es la cáscara de la obra apostólica, por ejemplo: gran afluencia de personas, que humanamente la actividad sale bien, que la gente acaba contenta. A veces podemos caer en un “pelagianismo práctico”, es decir, pensar que el éxito de la actividad depende de mí, que la buena educación de mis hijos depende de mí, que gracias a mí la cosa funciona… a veces se cae en activismo, dejamos la oración y no paramos de “hacer cosas”, hemos olvidado que «es Cristo quien hace crecer», que «solo una cosa es necesaria», «que siervos inútiles somos», que «Dios saca hijos de Abrahán de las piedras», que «es Dios quien produce en vosotros el querer y el obrar»… recordemos siempre que «sin mí no podéis hacer nada» y lo contrario es una profunda autosuficiencia respecto de Dios.
Por otro lado, muchas veces también en nuestra vida espiritual, ante pequeños fracasos humanos, a veces incluso ante pecados y caídas personales, nos desanimamos, pensamos que no podemos, nos viene el desaliento… pensamos que la cosa no tiene solución; y caemos en la pereza, y también en la soberbia espiritual, dejamos a Dios el resto, nos hartamos y nos conformamos con una vida de mínimos y sin exigencias, haciendo un poquito para acallar la conciencia, porque el resto ya lo suplirá Dios, pensamos que Dios no es exigente, que ya ha visto que no valemos, que suficiente hemos hecho ya…
Y la respuesta católica es el justo medio entre estos dos extremos tan viciosos, así como es un error negar o disminuir el papel fundamental de la gracia tal como lo hace el pelagianismo, también lo es negar la colaboración de la libertad humana en la obra de salvación. Lo expresa muy bien el apóstol Santiago con las siguientes citas:
«Poned por obra la Palabra y no os contentéis sólo con oírla, engañándoos a vosotros mismos. Porque si alguno se contenta con oír la Palabra sin ponerla por obra, ése se parece al que contempla su imagen en un espejo: se contempla, pero, en yéndose, se olvida de cómo es» Santiago 1,22-24
«Aquel, pues, que sabe hacer el bien y no lo hace, comete pecado» Santiago 4,17
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