LA MEDITACIÓN. PARTE I
Por Alfonso González
Vamos en este primer artículo del año a explicar de forma muy breve y siguiendo las indicaciones del P. Argimiro Hidalgo, jesuita del siglo XX, en qué consiste la meditación, esa forma de oración que según Santa Teresa basta quince minutos al día para obtener del Señor la gracia de la salvación.
¿Qué es meditar?
Según San Agustín la oración es una conversación del alma con Dios. La oración mental consiste en comunicarse con el Señor, únicamente por medio de pensamientos y afectos del corazón, sin valerse de palabras.
La oración vocal consiste en dirigirse a Dios con pensamientos y afectos expresados por medio de palabras exteriores.
Para hablar con los hombres necesitamos servirnos de palabras o de signos sensibles. Nuestro trato con ellos debe ser exterior. En cambio con Dios, que penetra todos nuestros pensamientos y deseos, podemos comunicarnos mentalmente, interiormente. Esta es la oración mental.
La meditación es una forma de oración mental. ¿Qué es meditar? Es pensar o reflexionar piadosamente sobre una verdad o un hecho religioso con que el hombre se mueve a alabar a Dios, a servirle y amarle imitando las virtudes de Jesucristo.
Para pensar hay que ejercitar la actividad del alma: memoria, entendimiento y voluntad. Todo el que tenga estas tres facultades puede meditar.
Por eso decimos que la meditación está al alcance de todos. Piensa el comerciante en su negocio, la madre en sus hijos, los jóvenes en su porvenir... Todo hombre reflexiona acerca de las cosas temporales; pues de igual modo puede reflexionar sobre el negocio de la salvación de su alma.
No exige Dios altas consideraciones. Unas reflexiones muy sencillas sobre el negocio de la salvación, unos afectos del corazón, una resolución para mejorar la vida, una oración breve. Nadie hay que con un poco de buena voluntad no pueda hacer esto.
Preparación
Pero para meditar con fruto hace falta prepararse. La preparación son los actos que nos disponen a meditar. Así nos lo aconseja el Eclesiástico: “No pretendas conseguir el fin sin poner los medios”.
Hay una preparación remota. Exige la meditación una vida de recogimiento y de humildad. Mortificación de nuestros gustos. Esto te hará más fácil y provechosa la oración mental.
Hay otra preparación próxima. Al ir a meditar recógete unos momentos y desecha todo extraño pensamiento.
Empezamos con la señal de la Santa Cruz y poniéndonos en presencia del Señor. Nos recuerda el P. La Puente que el ejercicio de la presencia del Señor hay que avivarlo y despertará en nosotros sentimientos de reverencia, de confianza y la debida atención que merece tan gran Señor. Conviene por lo tanto no perder de vista esta presencia del Señor en todo el tiempo de meditación. En esta presencia la actitud de modestia y respeto será una consecuencia. Ni qué decir que el mejor lugar para la meditación es delante del Sagrario, donde está el Señor físicamente presente.
Será muy conveniente realizar de rodillas la oración preparatoria donde pedimos la gracia de hacer bien la oración y realizar la petición para sacar fruto de la meditación.
El ejercicio de la memoria
Se lee atentamente y pausadamente un párrafo del libro de meditación y procuramos penetrarnos bien de él. Ejercitamos la memoria acordándonos de Dios, con quien vamos a hablar y tratar, y recordando en el corazón lo que se ha leído.
Seguramente al principio sea mejor mezclar lectura y meditación, pues si no fácilmente no recordaríamos toda la materia de la meditación. Santa Teresa nos cuenta cómo estuvo más de catorce años que nunca podía tener meditación sin lección. Hagamos, pues, lo mismo: lo que leemos en el libro de meditación intentemos retenerlo con la memoria y meditarlo en el corazón.
Decía S. Leonardo de Portomauricio: “Hay que hacer como las avecillas cuando beben. Se inclinan un poquito para beber, luego elevan el pico para pasar lo que han bebido, y así hasta que se satisfacen”.
El ejercicio del entendimiento
Piensa y discurre con el entendimiento sobra la verdad propuesta. Puedes hacer varias consideraciones acerca de aquel misterio, buscando las verdades que están encerradas dentro de él hasta quedar convencido y persuadido a abrazar aquellas verdades que has meditado, para proponerlas a la voluntad.
Reflexiona con calma hasta sentir y convencerte de la verdad meditada. Este trabajo tiene por objeto deducir de una verdad general una verdad más práctica, más particular, relativa a nuestro aprovechamiento espiritual. Así, estas consideraciones han de ir siempre orientadas a sacar algún fruto espiritual.
Meditar no es leer ni es estudiar… es pensar sobre un punto espiritual y echar luego una mirada sobre nosotros mismos para ver si conformamos nuestra conducta con lo que allí se nos enseña, sacando los afectos y resoluciones convenientes a nuestro bien espiritual.
Leer y estudiar cuesta menos porque no nos obliga a velar sobre nosotros mismos y a vencernos para mejorarnos.
Las consideraciones no deben alargarse mucho, se deben hacer con sencillez y suavidad, sin fatigar demasiado la cabeza por la intensidad del discurso. Por eso apenas te hayas persuadido de la verdad meditada y empiecen a brotar del corazón buenos sentimientos, pases a los afectos que juegan un papel muy importante.
Los afectos
Las ideas deben pasar del entendimiento al corazón y de aquí a las obras, si no la meditación será estéril.
Los afectos son sentimientos repentinos causados por las vivas representaciones del entendimiento durante la meditación reflexiva. Y todos sabemos por experiencia el influjo grande de los sentimientos sobre la voluntad; siguiendo el principio que dice “lo afectivo es lo efectivo”, un gran motor de la obra es el afecto.
En nuestra oración diaria demos un lugar de preferencia a los afectos del corazón si queremos luego mover la voluntad a obrar, a abrazarse con la virtud.
Estos afectos tienen un doble objeto: Dios y el alma.
Se dirigen a Dios para adorarle, alabarle, darle gracias, amarle, confiar en su misericordia, desear alcanzar las verdaderas virtudes y expresarle los sentimientos que fluyen de la verdad meditada.
Se enderezan otros al alma, como son: aborrecimiento de las propias miserias, dolor de los pecados, confusión de la miseria, necesidad de mudar o mejorar de vida, deseos de la imitación de Cristo.
De estos afectos nace la paz y la alegría espiritual en el alma.
No temamos dar demasiado tiempo a estos afectos, con ellos se consigue avivar el fuego del amor divino, hacemos nuestras meditaciones fervorosas y conservar el fervor durante todo el día.
Las resoluciones
Conviene finalizar con una firme resolución de enmendarse. Debo formar propósitos que no sean vagos y generales sino prácticos y particulares para ponerlos en práctica el mismo día y, ¡a cumplirlo!, sabiendo que hay motivos impresionantes para cumplirlos como:
1º Las grandes ventajas que de su cumplimiento nos seguirán en esta vida y en la eternidad.
2º La facilidad. Con un poco de buena voluntad y un ligero esfuerzo que son sencillas de cumplir, contando con la ayuda de Dios.
3º La alegría que produce siempre el deber cumplido. ¡Un esfuerzo hecho por amor de Dios produce una gran satisfacción!
4º La necesidad de cumplirlos, porque una sola cosa es necesaria, la salvación, que me santifique.
5º Nobleza obliga… ¿no he de hacerlo por Cristo?
Las peticiones
Para cumplir lo que proponemos necesitamos la gracia de Dios. No nos levantemos de la oración sin hacer fervientes súplicas al Señor para pedirle lo que la voluntad ha deseado, petición humilde, confiada y fervorosa de las cosas que nos convienen y deseamos alcanzar del Señor.
He aquí la práctica cristiana de la meditación brevemente explicada, la que se hace sin ruido, sin palabras exteriores sino en el secreto del corazón teniendo a Dios por testigo.
¿Quién no puede tener cada día un rato de reflexión delante de Dios?
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