Homilía de Mons. Renzo Fratini, Nuncio de Su Santidad, en la apertura de la Puerta Santa en la Basílica del Cerro de los Ángeles
Diócesis de Getafe, 2 de diciembre de 2018
Eminencia Rvdma., Excmos. Sres. Arzobispos y Obispos, Obispo de esta diócesis, queridos sacerdotes concelebrantes, queridos hermanos y hermanas en Cristo,
El Santo Padre, atendiendo la petición del señor Obispo diocesano ha concedido a la diócesis de Getafe la celebración de un año jubilar con ocasión del primer centenario de la consagración de España al Sagrado Corazón.
Estamos aquí para manifestar el amor a Jesús; amamos su Corazón divino y humano y entendemos que nos llama a la conversión, a que nos dediquemos a Él, a que nos consagremos a Él y a que vivamos la reparación de los pecados, los nuestros y de todos los hombres nuestros hermanos, respondiendo generosamente a su amor. Como dice San Juan: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él”. Por lo que, con gesto y palabras estamos invitados a dar testimonio de Cristo, de su amor, en nuestra vida cotidiana.
Todo lo que guarda el culto al Sagrado Corazón de Jesús coincide con la síntesis del Evangelio, el cual, en su radicalidad, nos muestra a Jesús amando e invitando a los demás a amarle, a vivir la amistad con Él. Este culto nos lleva al centro del Evangelio, el cual proclama la relación, el vínculo entre la persona de Cristo que por amor nos busca. Nuestras personas son formadas en su trato de amistad para que podamos creer, esperar y amar como discípulos amados suyos. Por esta razón, los primeros discípulos de Cristo, sumergidos en esa relación con Él podían decir de manera semejante a lo que hoy escuchamos a San Pablo en la segunda lectura: “Habéis aprendido de nosotros cómo proceder para agradar a Dios conforme a las instrucciones que os dimos en nombre del Señor Jesús”. Dado que es relación de Dios con nosotros que invita a la correspondencia, el Evangelio siempre es la verdadera novedad por encima de cualquier relativismo sujeto al devenir porque por encima de todo lo cambiante Dios es amor y es eterna su misericordia.
En las lecturas de la Sagrada Escritura que hoy escucha toda la Iglesia al comenzar el Adviento se anuncia y proclama esta relación personal de Dios con nosotros. El profeta Jeremías, de quien es la primera lectura, habla de parte del Señor a su pueblo diciendo: “Les daré un corazón para que me conozcan y sepan que Yo soy el Señor y ellos serán mi pueblo y Yo seré su Dios”. Esta promesa es señalada por el mismo profeta en el texto de la primera lectura que hemos escuchado en la cual el mismo Jeremías señala la manera concreta cómo esa promesa había de cumplirse: “Ya llegan días en que cumpliré la promesa que hice a la casa de Israel y a la casa de Judá. Suscitaré a David un vástago legítimo que hará justicia y derecho en la tierra. En aquellos días Jerusalén se llamará El Señor es nuestra justicia”. San Agustín comentando estas palabras del profeta recuerda que la iniciativa de Dios es inquebrantable por que Él mismo se obliga a sí mismo a causa de su amor: “Fiel es Dios que se ha constituido en deudor nuestro”, no porque haya recibido nada de nosotros sino por lo mucho que nos ha prometido. Tenemos, pues, razón para la confianza y para una viva esperanza. El Adviento que empezamos hoy como preparación para la Navidad nos lo recuerda. La promesa que, por Cristo se ha cumplido en nosotros, particularmente por la participación en la vida sacramental, está avocada aún ahora hacia una plenitud mayor en el futuro; de ahí el anhelo que tiene el cristiano de la aparición gloriosa del Señor en la parusía, como confesamos en el Credo: “Ha de venir a juzgar a vivos y muertos”. Ante ese día, el Señor –lo hemos escuchado en el Evangelio—nos exhorta a la vigilancia y a la oración. Hasta ese momento, peregrinos en este mundo que pasa, nos toca vivir de corazón en cada cosa ante Dios y nuestros hermanos pidiendo la gracia del Señor para que nos conceda rebosar de amor mutuo y de amor a todos. Para ello debemos ser fieles a esa presencia que mora en nuestras almas, a esa relación de Cristo, que espera de nosotros una respuesta: ser amado más que la vida, pues sin Él no hay vida, no hay verdad, no encontramos el camino. Se entiende que el Papa Benedicto XVI dijera: “Sigue siendo siempre actual la tarea de los cristianos de continuar profundizando en su relación con el Corazón de Jesús para reavivar en sí mismos la fe en el amor salvífico de Dios”.
Alentados por el amor a Jesucristo en correspondencia a su amor, amemos sus promesas con humildad sabiendo que si conseguimos la meta es porque se nos ha ofrecido en garantía el empeño de su palabra que nos da esperanza cada día en la seguridad del triunfo.
En este Adviento procuramos ser también Navidad para los demás, esto es, llevando una vida nueva en comunión con Dios y nuestros hermanos. Se notan demasiadas crisis familiares, conflictos e indiferencias marcadas por el egocentrismo y la búsqueda obsesiva de los propios intereses. Todo esto no es infrecuente de que vaya acompañado de una sensación de soledad que domina el ánimo. Como bien decía Benedicto XVI: “Pensamos que Dios no nos deja libertad, nos limita el espacio de nuestra vida con todos sus mandamientos, por tanto Dios debe desaparecer, queremos ser autónomos, independientes; sin este Dios nosotros seremos dioses y haremos lo que nos plazca”. Este era también el pensamiento del hijo pródigo. Como el pródigo también estamos siendo amados y llamados por el Señor, invitados a encontrarnos con Él, que es nuestro creador y redentor, a dar nuestra confianza a su amor rector y protector. En la relación con Él aprendemos a amar a nuestros hermanos, a reconocer el valor de la persona y el carácter sagrado de la vida humana, el papel central de la familia, la importancia de la educación, la promoción de la solidaridad y del bien común. Nuestro apostolado ha de hacerse llegar a todos los ecos de su voz: “Qué quieres que te diga, hijo mío, hijo de mis entrañas y mis promesas”. “Venid a Mí todos los que estáis cansados y agobiados, que Yo os aliviaré”, dice Jesús; “Cargad con mi yugo y aprended de Mí que soy manso y humilde de corazón, porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera”.
Por nuestra parte, hermanos, seguros de que su promesa se cumple, no obremos mal ni tengamos miedo ante la presencia del mal en sus múltiples manifestaciones; éstas se vencen con la fe, la esperanza y el amor, en el trato con Cristo en la oración y siéndole siempre fieles en nuestra vida práctica. Por eso, aún sintiendo el dolor o la contradicción, la promesa del Señor incentiva nuestra esperanza a levantar la cabeza sabiendo que, como nos ha recordado en el Evangelio de hoy nuestro Señor, lo que se acerca es nuestra liberación. Nosotros, por el amor de Dios a través del bautismo y la Sagrada Eucaristía, significados en el agua y la sangre que manaron de su costado traspasado en la cruz, somos los hijos de la promesa. Una promesa indefectible que está en el origen mismo, Dios la revela en el Génesis cuando declara que entre la serpiente y la mujer --la Virgen Madre que nos trae el Mesías-- no cabe relación alguna: “Establezco hostilidades entre ti y la mujer, entre su linaje y el tuyo. Ella te pisará la cabeza”. Por eso, al inicio del Adviento, al dar comienzo a este año jubilar, elevamos nuestros ojos a María. En su Corazón Inmaculado encontramos el refugio seguro que nos defiende del mal y nos mantiene en la potencia de su Hijo que nos da en esta vida la fe y la santidad porque en el fondo la promesa es esta: “Yo estaré siempre contigo”. Pidamos la gracia, por intercesión de la Inmaculada, para proceder bien en esta vida y mantenernos fieles para ser presentados ante Cristo en su venida.
Quiero terminar alentando esta iniciativa que inauguramos y que tendrá su momento más señalado en la fiesta del Sagrado Corazón el 30 de junio próximo. Allí renovaréis la consagración al Corazón de Jesús. Os aliento a este punto con las palabras del Papa Francisco que en su encuentro en su viaje a Ecuador decía: “¿Qué tiene este pueblo de distinto? Esta mañana orando se me impuso aquella consagración al Sagrado Corazón. Toda esta riqueza que tienen ustedes, de riqueza espiritual, de piedad, de profundidad viene de haber tenido la valentía --porque fueron momentos muy difíciles—de consagrar la nación al Corazón de Cristo. Ese Corazón divino y humano que nos quiere tanto”. A María le pido que esta iniciativa dé muchos frutos en el corazón de todos y redunde para bien de la Iglesia. Que así sea.
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