Querida Virgen María:
No sé si esto pretende ser una carta, una historia o
una confesión. Quizá sea todo esto o quizá no sea nada. Desde siempre me han hablado de ti con
oraciones, historias… Por eso, yo siempre he sabido que estás ahí, esperando
que te cuente aquello que necesito, aquello por lo que me alegro o aquello por
lo que me tengo que esforzar. Pero fue hace un par de años cuando realmente me di cuenta que eras, eres
y serás mi madre del cielo.
Aquel curso que se me hizo cuesta arriba. Un año
cargado de dificultades, problemas, inseguridades, miedo, indecisión… Un curso
lleno de piedras, cuestas y charcos que en ocasiones me impedían seguir el
camino. Cada pequeña cosa me superaba, no sabía cómo afrontarlo, cómo coger el
timón de mi vida.
Una tarde decidí dar un paseo hacia un lugar desde
el que se puede gozar de unas preciosas vistas, contemplar un atardecer
imborrable… Mantengo vivo el recuerdo de
ese paseo. En el trayecto me encontré con un rosario de colores, decidí cogerlo.
Y de pronto… ¡tantos años de enseñanzas y oraciones cobraron sentido para mí en
un instante! Fue como si a través de ese pedacito de ti que es el rosario me
transmitieras toda tu fuerza y seguridad y desde entonces, cada tarde, paro mi
mundo un momento y te lo dedico a ti, a tu rosario, para que me des fuerzas
para seguir el camino y esquivar las piedras que se me pongan por delante.
Gracias
María, tu joven hija que te quiere,
J.D.B.
No hay comentarios:
Publicar un comentario