sábado, 8 de marzo de 2014


nº 4, por el P. Juan Manuel, doctor en Derecho Canónico

Si Dios es bueno ¿por qué existe el mal en el mundo?



La pregunta que hoy hacéis es una de las más antiguas de la humanidad y al mismo tiempo, una de las que gozan siempre de más actualidad. El problema aparece continuamente en las reflexiones filosóficas de todos los tiempos y, aunque ha habido numerosos intentos de dar respuesta al mismo desde muy diversas perspectivas, nunca se ha logrado una respuesta plenamente satisfactoria desde la mera razón humana. 

También en la Sagrada Escritura aparece en diversas ocasiones el problema del origen y de la explicación del mal: así por ejemplo en los primeros capítulos del Génesis, en el libro de Job, en algunos Salmos, en los profetas, en el Evangelio, etc. Sólo en Jesucristo se logra recibe el hombre una respuesta plena y total al problema del mal.

En primer lugar, hemos de distinguir entre el mal físico (terremotos, enfermedades, desgracias naturales, muerte) y el mal moral (los diferentes pecados). Ahora nos referiremos casi exclusivamente al pecado, al mal moral, pues es el que verdaderamente merece el nombre de mal.

Lo primero que hay que recordar es que Dios creó el cielo y la tierra y, como repite una y otra vez el Génesis, todo era bueno. Y cuando creó el hombre, insiste el primer libro de la Biblia, era muy bueno. Sin embargo, enseguida el mal entró en la historia del hombre y del mundo, desde el principio de la historia humana. ¿Cuál es el origen de ello?

La Biblia deja bien claro que el mal moral, el pecado, entró en el mundo por culpa del hombre, instigado por una potencia superior, por el ángel caído, llamado también Satanás. El hombre, hecho a imagen de Dios, posee entendimiento y voluntad y, por consiguiente, libertad. Esta libertad es constitutiva del hombre, sin ella deja de ser hombre, de ser capaz de entrar en relación con Dios y ser infinitamente feliz con Él. Pero esa libertad, que es un don tan grande también puede ser mal utilizada. Aquí está el origen del mal. Sólo hay esta disyuntiva o Dios nos quita la libertad para que cumplamos inmediatamente los decretos de Dios sin resistencia, y en ese caso nos destruye nuestro ser (pues el hombre es, por esencia, un ser libre) o bien ha de dejar intacta nuestra libertad y, con ello, se abre la posibilidad de un mal uso de la misma.


El pecado de Adán nos causó no sólo la perdida de la amistad con Dios, sino también la pérdida de los dones de impasibilidad (no sufrir) y de inmortalidad (no morir), con los que Dios había regalado al hombre en el paraíso para que ni siquiera tuviera que sufrir los males físicos inherentes a su naturaleza de ser finito y limitado.

Ahora bien, la fe nos enseña que Dios se hace hombre en Jesucristo para destruir el pecado, para destruir el mal y devolvernos al estado de gracia y de amistad con Dios. La respuesta plena al mal está en Jesús crucificado, el cual se ofrece voluntariamente a un atroz sacrificio para hacernos ver el amor infinito de Dios, que más no puede hacer para que abandonemos el mal y volvamos a Dios. Además el Señor nos enseña que en su providencia todopoderosa, Dios sabe sacar bien de las consecuencias de los males hechos por los hombres, de manera que para los que aman a Dios todo se transforma en bien, hasta la misma enfermedad y persecución. Aun la muerte, unida a la de Cristo, se convierte en semilla segura de resurrección gloriosa.

Cuando el Señor venga en su segunda venida, esta vez gloriosa, acabará con el reino de la muerte y del pecado, se acabará todo tipo de mal, también el físico y los que hayan sido fieles a Dios, cumpliendo los mandamientos, gozarán eternamente de una felicidad inenarrable, tanto mayor cuanto hayan sido los males que en este mundo hayan debido de padecer, ya sea por causa natural, ya sea por la malicia de los hombres.

Bibliografía: 
Catecismo de la Iglesia Católica, números 310-314.
Gran Enciclopedia Rialp, Tomo 14, voz “mal”, 767-775.

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