Gracias a Dios se oye con relativa frecuencia en nuestros días que una persona se ha convertido a la fe, que ha empezado a vivir realmente como cristiana, o que en este lugar de peregrinación se han producido numerosas conversiones. Pero ciertamente, uno se pregunta, ¿qué es exactamente la conversión y qué trae consigo, que exige en la persona que es beneficiaria de esta gracia?
Para contestar a estas preguntas no hay nada mejor que recurrir al Evangelio de San Juan, que en su capítulo 3, al hablar Jesús con Nicodemo, le habla de la conversión que uno necesita experimentar para entrar en el Reino de los Cielos, y la compara a un nuevo nacimiento. “El que no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de los Cielos” (v. 5). Por supuesto, no se trata de un nacimiento corporal, como entendió Nicodemo en un primer momento, sino de un nuevo nacimiento espiritual.
El hombre cayó en la muerte de su alma por medio del pecado en Adán (cf. Rom 5, 12; 1 Cor 15, 22), haciéndose esclavo de Satanás (cf. Rom 6, 20). Todos heredamos del primer hombre ese estado calamitoso o volvemos a él por el pecado mortal después de haber renacido en el Bautismo. La conversión consiste en que el hombre es llamado por medio del Bautismo (o de la Penitencia si se trata de un bautizado que ha recaído en el pecado mortal) a una nueva vida, a la misma vida divina. En Jesucristo se nos ha concedido el perdón del pecado por el cual merecíamos la muerte eterna del infierno, y hemos recibido la posibilidad de volver a la vida de la gracia, que nos hace realmente hijos de Dios, participando de su misma condición divina. Esto llena de alegría el corazón de los que toman conciencia de esta verdad, exclamando con el Apóstol: “demos siempre gracias al Padre, que nos hizo dignos de participar de la suerte de los santos en la luz y nos sacó del poder de las tinieblas, trasladándonos al Reino de su Hijo querido, en el que tenemos redención y remisión de los pecados” (Col 1, 12-14).
Al recibir la gracia de Dios, el hombre pasa de la increencia a la fe, del temor a la esperanza, del odio al amor. Su ser interior queda absolutamente transformado y pasa de ser hijo de la ira a ser hijo de Dios, de vivir en la desesperación a abrazarse confiado en los brazos de Dios Padre, que nos ama y nos llama a la intimidad de vida y de amor con Él y con nuestros hermanos los hombres. No se trata como decían los protestantes, de que el hombre sigue siendo malo e injusto pero Dios no se fija en esa maldad, la disimula, sino que realmente regenera a la persona, la cambia radicalmente, esuna renovación completa del hombre interior[1]. Si antes buscaba con ansia su egoísmo, ahora busca ante todo la gloria de Dios y el bien de los demás; si antes huía del dolor y del sacrificio, ahora lo anhela, lo ama, porque ve en él la manera de asemejarse a Cristo y participar con Él en la Redención del mundo.
Se trata en definitiva de una total y absoluta transformación de la persona, que se convierte en una nueva criatura, de hijo de la ira y de perdición a hijo de Dios con vocación de inmortalidad gloriosa, y en consecuencia cambia en su forma de pensar, de vivir, de hablar, de actuar.Decía san Agustín que la obra de justificación obrada por Jesucristo a favor de los pecadores es obra más maravillosa y grande que la creación del cielo y de la tierra[2].
Gracias a Dios a lo largo de la historia el número de los convertidos es inmenso. Y no han sido una excepción los 100 últimos años de la historia de la Iglesia. Podemos recordar, muy someramente y a modo de ejemplos, al beato John Henry Newman[3], tan importante en el apogeo de un poderoso movimiento católico en la Gran Bretaña tan anticatólica durante siglos; a Jean Marie Lustiger[4], que del judaísmo llegó a ser arzobispo de París y a liderar un fuerte movimiento de vuelta de la Iglesia francesa a la fidelidad al Santo Padre; a Santa Teresa Benedicta de la Cruz (en el mundo Edith Stein[5]), que desde el judaísmo y el ateísmo llegó a la consagración a Dios como carmelita descalza; al doctor Paul (Takashi) Nagaï, médico japonés de cultura sintoísta y ateo que acaba profesando la fe católica[6];y en España a Manuel García Morente[7], amigo y colaborador de Ortega, Decano de la renovada facultad de filosofía de la Universidad Central de Madrid, que vuelve del agnosticismo al catolicismo más fervoroso.
Por supuesto no basta una primera justificación o conversión para obtener la salvación, sino que hay que perseverar en ella creciendo en gracia de Dios por medio de la oración y de la fe, la esperanza y la caridad actuadas en buenas obras y con la recepción frecuente y fructuosa de los sacramentos. Son muchos los que empezaron el buen camino y luego sucumbieron al tener que hacer frente a múltiples dificultades y no tener la determinación necesaria para llegar hasta el final. “Muchos son los llamados y pocos los escogidos” (Mt 22, 14). Por lo tanto, pidamos al Señor la conversión continua del corazón, respondamos con fidelidad a su gracia y perseveremos hasta el final con su ayuda, pues Él nunca abandona a los que le buscan con sincero corazón.
[1] Cf. Concilio de Trento, Decreto sobre la justificación, cap. 7, D 799 (E. Denzinger, El magisterio de la Iglesia): “a esta disposición o preparación, síguese la justificación misma que no es sólo remisión de los pecados, sino también santificación y renovación del hombre interior, por la voluntaria recepción de la gracia y de los dones, de donde el hombre se convierte de injusto en justo y de enemigo en amigo, para ser heredero según la esperanza de la vida eterna (Tit. 3, 7).”
[2] Recogido por Sto Tomas, Suma teológica - Parte I-II, Cuestión 113.
[3]John Henry Newman: Apologia pro vita sua, (Encuentro, Madrid 1997) 371 págs.
[4]Jean Marie Lustiger, La elección de Dios(Planeta, Barcelona 1989) 408 págs.
[5]Edith Stein,Estrellas amarillas,(Ed. de Espiritualidad, Madrid 1992) (se encuentra también en el I volumen de sus Obras Completas)
[6]Era profesor de medicina en Nagasaki cuando calló la bomba atómica y se convirtió en un héroe de la ciudad por su trabajo humanitario y social, y sus publicaciones, que ayudaron a la reconstrucción moral de la posguerra.Cuenta hermosamente sus recuerdos en Les cloches de Nagasaki (La campana de Nagasaki(Editorial Oberon, 1956) 108 págs).
[7]Manuel García Morente, El hecho extraordinario (Madrid, Rialp, 1996).
Para contestar a estas preguntas no hay nada mejor que recurrir al Evangelio de San Juan, que en su capítulo 3, al hablar Jesús con Nicodemo, le habla de la conversión que uno necesita experimentar para entrar en el Reino de los Cielos, y la compara a un nuevo nacimiento. “El que no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de los Cielos” (v. 5). Por supuesto, no se trata de un nacimiento corporal, como entendió Nicodemo en un primer momento, sino de un nuevo nacimiento espiritual.
El hombre cayó en la muerte de su alma por medio del pecado en Adán (cf. Rom 5, 12; 1 Cor 15, 22), haciéndose esclavo de Satanás (cf. Rom 6, 20). Todos heredamos del primer hombre ese estado calamitoso o volvemos a él por el pecado mortal después de haber renacido en el Bautismo. La conversión consiste en que el hombre es llamado por medio del Bautismo (o de la Penitencia si se trata de un bautizado que ha recaído en el pecado mortal) a una nueva vida, a la misma vida divina. En Jesucristo se nos ha concedido el perdón del pecado por el cual merecíamos la muerte eterna del infierno, y hemos recibido la posibilidad de volver a la vida de la gracia, que nos hace realmente hijos de Dios, participando de su misma condición divina. Esto llena de alegría el corazón de los que toman conciencia de esta verdad, exclamando con el Apóstol: “demos siempre gracias al Padre, que nos hizo dignos de participar de la suerte de los santos en la luz y nos sacó del poder de las tinieblas, trasladándonos al Reino de su Hijo querido, en el que tenemos redención y remisión de los pecados” (Col 1, 12-14).
Al recibir la gracia de Dios, el hombre pasa de la increencia a la fe, del temor a la esperanza, del odio al amor. Su ser interior queda absolutamente transformado y pasa de ser hijo de la ira a ser hijo de Dios, de vivir en la desesperación a abrazarse confiado en los brazos de Dios Padre, que nos ama y nos llama a la intimidad de vida y de amor con Él y con nuestros hermanos los hombres. No se trata como decían los protestantes, de que el hombre sigue siendo malo e injusto pero Dios no se fija en esa maldad, la disimula, sino que realmente regenera a la persona, la cambia radicalmente, esuna renovación completa del hombre interior[1]. Si antes buscaba con ansia su egoísmo, ahora busca ante todo la gloria de Dios y el bien de los demás; si antes huía del dolor y del sacrificio, ahora lo anhela, lo ama, porque ve en él la manera de asemejarse a Cristo y participar con Él en la Redención del mundo.
Se trata en definitiva de una total y absoluta transformación de la persona, que se convierte en una nueva criatura, de hijo de la ira y de perdición a hijo de Dios con vocación de inmortalidad gloriosa, y en consecuencia cambia en su forma de pensar, de vivir, de hablar, de actuar.Decía san Agustín que la obra de justificación obrada por Jesucristo a favor de los pecadores es obra más maravillosa y grande que la creación del cielo y de la tierra[2].
Gracias a Dios a lo largo de la historia el número de los convertidos es inmenso. Y no han sido una excepción los 100 últimos años de la historia de la Iglesia. Podemos recordar, muy someramente y a modo de ejemplos, al beato John Henry Newman[3], tan importante en el apogeo de un poderoso movimiento católico en la Gran Bretaña tan anticatólica durante siglos; a Jean Marie Lustiger[4], que del judaísmo llegó a ser arzobispo de París y a liderar un fuerte movimiento de vuelta de la Iglesia francesa a la fidelidad al Santo Padre; a Santa Teresa Benedicta de la Cruz (en el mundo Edith Stein[5]), que desde el judaísmo y el ateísmo llegó a la consagración a Dios como carmelita descalza; al doctor Paul (Takashi) Nagaï, médico japonés de cultura sintoísta y ateo que acaba profesando la fe católica[6];y en España a Manuel García Morente[7], amigo y colaborador de Ortega, Decano de la renovada facultad de filosofía de la Universidad Central de Madrid, que vuelve del agnosticismo al catolicismo más fervoroso.
Por supuesto no basta una primera justificación o conversión para obtener la salvación, sino que hay que perseverar en ella creciendo en gracia de Dios por medio de la oración y de la fe, la esperanza y la caridad actuadas en buenas obras y con la recepción frecuente y fructuosa de los sacramentos. Son muchos los que empezaron el buen camino y luego sucumbieron al tener que hacer frente a múltiples dificultades y no tener la determinación necesaria para llegar hasta el final. “Muchos son los llamados y pocos los escogidos” (Mt 22, 14). Por lo tanto, pidamos al Señor la conversión continua del corazón, respondamos con fidelidad a su gracia y perseveremos hasta el final con su ayuda, pues Él nunca abandona a los que le buscan con sincero corazón.
[1] Cf. Concilio de Trento, Decreto sobre la justificación, cap. 7, D 799 (E. Denzinger, El magisterio de la Iglesia): “a esta disposición o preparación, síguese la justificación misma que no es sólo remisión de los pecados, sino también santificación y renovación del hombre interior, por la voluntaria recepción de la gracia y de los dones, de donde el hombre se convierte de injusto en justo y de enemigo en amigo, para ser heredero según la esperanza de la vida eterna (Tit. 3, 7).”
[2] Recogido por Sto Tomas, Suma teológica - Parte I-II, Cuestión 113.
[3]John Henry Newman: Apologia pro vita sua, (Encuentro, Madrid 1997) 371 págs.
[4]Jean Marie Lustiger, La elección de Dios(Planeta, Barcelona 1989) 408 págs.
[5]Edith Stein,Estrellas amarillas,(Ed. de Espiritualidad, Madrid 1992) (se encuentra también en el I volumen de sus Obras Completas)
[6]Era profesor de medicina en Nagasaki cuando calló la bomba atómica y se convirtió en un héroe de la ciudad por su trabajo humanitario y social, y sus publicaciones, que ayudaron a la reconstrucción moral de la posguerra.Cuenta hermosamente sus recuerdos en Les cloches de Nagasaki (La campana de Nagasaki(Editorial Oberon, 1956) 108 págs).
[7]Manuel García Morente, El hecho extraordinario (Madrid, Rialp, 1996).
No hay comentarios:
Publicar un comentario