jueves, 13 de febrero de 2014

André Frossard

Nº 4, sección dirigida por Irene Martínez, profesora

"Mi compañero bajó y, con la cabeza inclinada en el centro de la puerta de su coche, me ofreció que le siguiese o que le esperase unos minutos. Le esperaría. Tenía, sin duda, una visita que hacer. Lo vi atravesar la calle, empujar una pequeña puerta cerca de un portal de hierro sobre el que sobresalían las tejas de una capilla.

Bien, iba a rezar, a confesarse, en fin, a entregarse a una u otra de estas actividades que ocupan tanto tiempo a los cristianos. Razón de más para esperar donde estaba. (...)

¿Cuáles son mis pensamientos? No me acuerdo. Imprecisos, como de costumbre... ¿Mi estado interior?... sin ninguna de estas perturbaciones que, según se desprende, disponen al misticismo... No tengo angustias metafísicas... (...) No tengo preocupaciones, no las provoco a nadie... el año es tranquilo... ninguna ansiedad... mi salud es buena; soy feliz, tanto como se puede ser y saberse;... y espero. En fin, no siento ninguna curiosidad por las cosas de la religión, que pertenecen a otra época.

Son las cinco y diez. Dentro de dos minutos seré cristiano.


Ateo tranquilo, nada sé, evidentemente, cuando, cansado de esperar el fin de las incomprensibles devociones que retienen a mi compañero un poco más de lo que había previsto, empujo la pequeña puerta de hierro para examinar de cerca, como dibujante o como curioso, el edificio en el que estoy tentado de decir que se eterniza (de hecho, lo habría esperado, como mucho, tres o cuatro minutos más) (...)

De pie, cerca de la puerta, busco con la mirada a mi amigo sin conseguir reconocerlo entre las formas arrodilladas que están delante mío. Mi mirada pasa de la sombra a la luz, vuelve a la gente sin llevar ningún pensamiento, va de los feligreses a las religiosas inmóviles, de las religiosas al altar.

Después, ignoro porque, se fija en el segundo cirio que quema a la izquierda de la cruz. No en el primero, o en el tercero... en el segundo.

Entonces se desencadena, bruscamente, la serie de prodigios la inexorable violencia de los cuales va a desmantelar, en un instante, el ser absurdo que soy y va a traer al mundo, deslumbrado, el niño que nunca he sido. (...)

Antes de nada me son sugeridas estas palabras: vida espiritual.

Me son dichas, no las formulo yo, las escucho como si fuesen pronunciadas cerca de mi, en voz baja, por una persona que estuviese viendo lo que yo no veo aun. La última sílaba de este preludio murmurado llega justo a la orilla de lo consciente que comienza un alud al revés.

No digo que el cielo se abra, no se abre, se eleva, se levanta de golpe, fulguración silenciosa de esta insospechada capilla en la que se encontraba misteriosamente incluida. ¿Cómo escribir con palabras huidizas, que me niegan sus servicios y amenazan con interceptar mis pensamientos para dejarlos en el almacén de las utopías? El pintor a quien fuese dado entrever colores desconocidos ¿con qué los pintaría?
.

Es un cristal indestructible, de una transparencia infinita, de una luminosidad casi insostenible (un grado más me aniquilaría) y más bien azul; un mundo, un mundo diferente, de un brillo y una densidad que colocan el nuestro entre las sombras frágiles de los sueños incompletos.

Él es la realidad, Él es la verdad, lo veo desde la orilla oscura donde aún estoy retenido. Hay un orden en el universo, y en su vértice, más allá de este velo de niebla resplandeciente, la evidencia de Dios, la evidencia hecha presencia y la evidencia hecha persona de Aquel mismo a quien yo habría negado un instante antes, a quien los cristianos llaman Padre nuestro, y del que me doy cuenta que es dulce, con una dulzura diferente a cualquier otra y que no es la cualidad pasiva que se designa a veces con este nombre, sino una dulzura activa que rompe, por encima de toda violencia, capaz de hacer que explote la piedra más dura y, más duro que la piedra, el corazón humano.

Su irrupción desplegada, plenaria, se acompaña de una alegría que no es otra cosa que la exaltación del salvado, la alegría del naufrago recogido a tiempo, con la diferencia, sin embargo, de que es en el momento en que soy levantado hacia la salvación cuando tomo conciencia del todo en el que, sin saberlo, estaba hundido.

Y me pregunto, al verme aun con medio cuerpo atrapado por él, como he podido vivir allá, respirar allá..."

(Fragmento del libro “Dios existe, yo me lo encontré” de André Frossard).

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