martes, 11 de junio de 2019





G. K. Chesterton. Ortodoxia 

Ed. Porrúa, 1998



En la controversia moderna ha surgido una imbécil costumbre de decir que tal y cual creencia puede ser sostenida en una época pero no en otra. Se nos dice que algún dogma fue creíble en el siglo XII e increíble en el XX. Lo mismo sería decir que cierta filosofía puede ser creída en lunes pero no puede ser creída en viernes. Lo mismo sería decir que un aspecto del cosmos era conveniente hasta las tres y media pero inconveniente hasta las cuatro y media. Lo que puede creer un hombre depende de su filosofía y no del reloj o del siglo. Si un hombre cree en una ley natural inalterable no puede creer en ningún milagro de ninguna época. Si un hombre cree en una voluntad anterior a la ley puede creer en cualquier milagro de cualquier época. Supongamos, en bien del argumento, que nos halláramos frente al caso de una curación milagrosa. Un materialista del siglo XII no la creería más que un materialista del siglo XX. Pero un científico cristiano del siglo XX la creería como un cristiano del siglo XII. Es cuestión simplemente de la teoría de cada hombre sobre las cosas. Por consiguiente, tratándose de cualquier contestación histórica, el punto no es si fue dada en nuestro tiempo, sino si fue dada en respuesta a nuestra pregunta. Y cuanto más pensé en cómo y cuándo apareció el Cristianismo en el mundo más sentí que había venido a responder a esta interrogación. 

Por lo común es el cristiano despreocupado y tolerante quien hace más indefendibles cumplidos al Cristianismo. Habla como si nunca hubiera habido devoción ni compasión hasta que llegó el Cristianismo, punto en el cual un medieval cualquiera estaría ansioso de desmentirle. Significarían que lo sorprendente del Cristianismo es que fue el primero en predicar la sencillez o la mortificación o la franqueza o la sinceridad. Me juzgarían muy estrecho (quiera eso decir lo que quieran) si dijera que lo notable del Cristianismo era haber sido el primero en predicar Cristianismo. Su peculiaridad fue ser peculiar, y la sencillez y la sinceridad no son peculiares sino evidentes aspiraciones de toda la especie humana. El Cristianismo fue la respuesta a un enigma y no la última verdad demostrable luego de una larga conversación. En un excelente semanario de tendencias puritanas leí hace unos días esta observación: que el Cristianismo, despojado de su armazón dogmática (como se hablaría de un hombre despojado de su armazón) vendría a ser nada más que la doctrina Quáquera de la Luz Interior. Si yo dijera que el Cristianismo vino al mundo especialmente para destruir la doctrina de la Luz Interior sería una exageración. Pero estaría mucho más cerca de la verdad. 

Los Estoicos Extremosos, como Marco Aurelio, eran precisamente los que creían en la Luz Interior. Su dignidad, su cansancio, su externa y triste preocupación por el prójimo y su incurable preocupación interna por sí mismos, toda era efecto de la Luz Interior, y todo eso existió solamente a merced de esta lúgubre iluminación. Nótese que Marco Aurelio insiste (como lo hacen siempre los moralistas introspectivos) sobre pequeñas cosas hechas u omitidas; es porque no siente ni odio ni amor bastante para obrar una revolución moral. Se levanta por la mañana temprano del mismo modo que se levantan por la mañana temprano nuestros propios aristócratas que viven la Vida Sencilla, porque tal altruismo es mucho más fácil que suspender los juegos del anfiteatro o que devolver al pueblo inglés sus tierras. Marco Aurelio es el más intolerable de los tipos humanos. Es un altruista egoísta. Altruista egoísta es un hombre cuyo orgullo carece de los atenuantes de la pasión.



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