San Juan Eudes
El divino Corazón de
Jesús, horno de amor ardentísimo a su eterno Padre
Infinitas razones nos obligan a
tributar al divino Corazón de Jesús nuestras adoraciones y nuestros homenajes,
con devoción y respeto extraordinarios. Todas estas razones están incluidas en tres
palabras de san Bernardino: «Horno de ardentísima caridad para inflamar e incendiar
todo el universo.
Ciertamente este admirable
Corazón de Jesús es un horno de amor a su divino Padre, a su santísima Madre, a
su Iglesia triunfante, militante y purgante y a cada uno de nosotros en particular.
Es lo que veremos en los
capítulos siguientes. Pero consideremos antes que todo las ardientes llamas de
esta hoguera de amor al Padre celestial.
Mas, ¿qué inteligencia podría
concebir y qué lengua podría expresar la menor centellita de este amor infinito
en que se abrasa el Corazón del Hijo de Dios para con su Padre?
¡Es un amor digno de tal Padre y
de tal Hijo! ¡Amor esencial que ama al amor eterno; amor inmenso,
incomprensible, infinitas veces infinito, que ama a un amor inmenso,
incomprensible, infinitas veces infinito!
Si como hombre o como Dios lo
miramos, el Corazón de Jesús arde en ardor a su Padre y lo ama infinitamente
más en cada momento que los Ángeles y los santos todos juntos, en toda la
eternidad.
Y como no hay mayor amor que dar
la vida por el amado, el Hijo de Dios ama tanto a su Padre que por Él
sacrificaría aún la suya, como lo hizo en la cruz, y con los mismos tormentos,
por amor a su Padre, (si tal fuera el divino beneplácito). Y siendo tan inmenso
este amor, entregaría su vida entre dolores por el mundo como ya la entregó
desde el Calvario; y siendo eterno, la sacrificaría eternamente y con eternos
dolores; y siendo infinito, estaría dispuesto a hacer este sacrificio infinitas
veces, si posible fuera, y con infinitos sufrimientos.
¡Oh Padre divino, Creador y
conservador del universo, nada hay tan amable como Vos! Porque vuestras
infinitas perfecciones y las bondades que abrigáis en vuestro Corazón imponen a
todas las cosas que creasteis la obligación de serviros, honraros y amaros con
todas las fuerzas.
Y sin embargo nadie en el mundo
tan poco amado como Vos, nadie tan ultrajado y despreciado de gran parte de
vuestras criaturas: «Me han odiado a mí y a mi Padre, dijo vuestro Hijo Jesús,
«y me odian sin motivo, a mí que nunca les he hecho mal alguno, sino al contrario
los he colmado de bienes. Porque veo el infierno con innumerables demonios y
condenados que os lanzan sin cesar millones de blasfemias, y veo la tierra repleta
de infieles, herejes, y falsos cristianos que os tratan como a su mayor
enemigo.
Mas sin embargo, dos cosas me llenan de consuelo y alegría. La
primera, que vuestras perfecciones y grandezas, oh Dios mío, sean tan
admirables y que os sea de complacencia infinita el amor eterno de vuestro Hijo
y todas las obras que con este amor hizo y sufrió para reparar las ofensas de
vuestros enemigos, todas las cuales no son capaces, ni lo serán nunca, de
menoscabaros ni una centellita de
vuestra gloria y felicidad.
La segunda cosa que me regocija
es que, queriendo este Hijo eterno muy amado, en un exceso de su incomparable
bondad, ser nuestra cabeza y nosotros sus miembros, nos ha asociado a Él en el amor
que os profesa, y por consiguiente nos ha dado el poder de amaros con este
mismo amor, es decir con un amor, en cierto modo, eterno, inmenso, infinito.
Para entender esto, mi querido
lector, advierte tres cosas: la primera, que siendo eterno este amor de Jesús
por su Padre, no pasa, sino que eternamente subsiste y es siempre estable y permanente.
La segunda, que, como este amor llena todas las cosas por su inmensidad, está
en nosotros y en nuestro corazón. La tercera, que, habiéndonos dado el Padre de
Jesús todas las cosas el darnos a su Hijo, este amor del Hijo de Dios hacia su
Padre es nuestro, y podemos y debemos usarlo como cosa propia. Esto supuesto,
puedo con mi Salvador amar a su divino Padre y Padre mío, con el mismo amor con
que él lo ama, es decir con un amor eterno, inmenso e infinito.
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