martes, 26 de febrero de 2019

Elogio del pudor


“Elogio del pudor”


P. José María Iraburu (Fund. Gratis Date, Pamplona 2000)


La extraña doctrina del pudor 

Hace poco tiempo, en un retiro que yo daba a un grupo de jóvenes seglares sobre la santificación de los laicos en el mundo, señalé la profunda mundanización que hoy padecen muchos bautizados, incluídos también a veces los más fieles, y cómo en buena parte la sufren sin advertirlo. Y para que se dieran buena cuenta de esa realidad, quise ilustrar el tema con varios ejemplos. Uno de ellos se refería al impudor, hoy tan generalizado entre los cristianos: 

«No es decente que hombres y mujeres se queden semidesnudos en playas y piscinas, o dicho de otro modo, es indecente. Esa costumbre está hoy moralmente aceptada por la inmensa mayoría, también de los cristianos: pero es mundana, no es cristiana. Jesús, María y José no aceptarían tal uso, por muy generalizado que estuviera en su tierra. Y tampoco los santos. 

«La Biblia, en efecto, presenta la vergüenza de la propia desnudez como un sentimiento originario de Adán y Eva, como una actitud cuya bondad viene confirmada por Dios, que “les hizo vestidos, y les vistió” (Gen 3,7.21). 


Quedarse, pues, casi desvestidos es contrario a la voluntad de Dios. Ciertas modas, ciertas playas y piscinas mixtas –en las que casi se elimina ese velamiento del cuerpo humano querido por Dios– no son sino una costumbre mundana, ciertamente contraria a la antigua enseñanza de los Padres y a la tradición cristiana, que venció el impudor de los paganos. La desnudez total o parcial –relativamente normales en el mundo grecorromano, en termas, gimnasios, juegos atléticos y orgías–, fue y ha sido rechazada por la Iglesia siempre y en todo lugar. Volver a ella no indica ningún progreso –recuperar la naturalidad del desnudo, quitarle así su malicia, generalizándolo, etc.– sino una degradación. 

«Al menos a cierta edad y condición, es poco probable que una persona asuma ese alto grado de desnudez inusual sin pecado de vanidad positiva: orgullo de la belleza propia, o negativa: pena por la propia fealdad –lo que viene a ser lo mismo–; y sin peligro próximo, propio o ajeno, de pecado de impureza (“todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón”, Mt 5,28). 

«Y aunque esa persona se viera exenta de las tentaciones aludidas, cosa difícil de creer, hace un mal en todo caso al apoyar activamente con su conducta una costumbre mala, que a otros ocasiona muchas tentaciones, y que, desacralizando la intimidad personal, devalúa el cuerpo –y consiguientemente la persona misma–, ofreciendo su vista a cualquiera. 



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