miércoles, 10 de febrero de 2016

Nº 4 La Iglesia perseguida: San Pablo Miki y sus compañeros mártires


San Pablo Miki y compañeros mártires 
Nagasaki, Japón 

En el año 1597, llegó al gobierno un emperador sumamente cruel y vicioso, que ordenó que todos los misioneros católicos debían abandonar el Japón en un plazo de seis meses. Los misioneros en vez de huir, se escondieron, para poder seguir ayudando a los cristianos. Fueron descubiertos y martirizados brutalmente. El día 5 de febrero murieron 26 cristianos: tres jesuitas, seis franciscanos y 16 laicos católicos japoneses. 

Entre los jesuitas se encontraba San Pablo Miki que fue un japonés de familia de alta clase social, San Juan Goto y Santiago Kisai, dos hermanos coadjutores jesuitas. 

Los franciscanos eran: San Felipe de Jesús, un mexicano que había ido a misionar al Asia. San Gonzalo García que era de la India, San Francisco Blanco, San Pedro Bautista y San Francisco de San Miguel. 

Entre los laicos estaban: un soldado: San Cayo Francisco; un médico: San Francisco de Miako; un Coreano: San Leon Karasuma, y tres muchachos de trece años que ayudaban a misa a los sacerdotes: los niños: San Luis Ibarqui, San Antonio Deyman, y San Totomaskasaky.

A los 26 católicos les cortaron la oreja izquierda, y así ensangrentados fueron llevados en pleno invierno a pie, de pueblo en pueblo, durante un mes, para escarmentar y atemorizar a todos los que quisieran hacerse cristianos. 

Al llegar a Nagasaki les permitieron confesarse con los sacerdotes, y luego los crucificaron, atándolos a las cruces con cuerdas y cadenas en piernas y brazos y sujetándolos al madero con una argolla de hierro al cuello. 

El Padre Pablo Miki dijo a todos los presentes: 

"Llegado a este momento final de mi existencia en la tierra, seguramente que ninguno de ustedes va a creer que me voy a atrever a decir lo que no es cierto. Les declaro pues, que el mejor camino para conseguir la salvación es pertenecer a la religión cristiana, ser católico”.


Luego, vueltos los ojos hacia sus compañeros, empezó a darles ánimos en aquella lucha decisiva; en el rostro de todos se veía una alegría muy grande, especialmente en el del niño Luis; éste, al gritarle otro cristiano que pronto estaría en el Paraíso, atrajo hacia sí las miradas de todos por el gesto lleno de gozo que hizo. El niño Antonio, que estaba al lado de Luis, con los ojos fijos en el cielo, después de haber invocado los santísimos nombres de Jesús, José y María, se puso a cantar los salmos que había aprendido en la clase de catecismo. 

Seguidamente, los verdugos sacaron sus lanzas y asestaron a cada uno de los crucificados dos lanzazos, que pusieron fin a sus vidas. 

La Iglesia Católica los declaró santos en 1862.

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